miércoles, 27 de noviembre de 2013

"Intemperie" I. Un libro entre las manos

La lectura del mes de diciembre será "Intemperie" de Jesús Carrasco. 
Entre la presente sesión y las dos siguientes abordaremos directamente el comentario de la novela. A tal efecto se ha elaborado un guión con veintidós puntos, que facilitarán el intercambio de ideas sobre la novela en las sesiones de los talleres.
Ver otras tandas de reflexión.


ACERCA DEL LIBRO Y DE LA FAMA QUE LE PRECEDE

Intemperie es una novela publicada a comienzos de 2013 de la que se llevaba hablando desde septiembre de 2012, debido a su enorme éxito en la Feria de Frankfurt, cuando apenas era un texto en pruebas; más aún: solamente aquellos lectores que estuvieron de vacaciones en, por decir un sitio, Marte, no se toparon con alguna de las innumerables -y elogiosas- reseñas que sobre ella se escribieron en periódicos, suplementos culturales, revistas especializadas y blogs. Así, están los que, por un lado, aceptaron sin remedio elevar a la categoría de obra maestra la novela, como proclaman entre fuegos artificiales una gran cantidad de críticos, y están los que, por otro, se negaron por principio a acercarse a un texto que, a la vista de la heroica campaña publicitaria llevada a cabo por la editorial, es necesario leer cueste lo que cueste. Nada más humano: cuanto más te repiten que tienes que hacer algo, menos quieres hacerlo.

¿Qué os parecen los fenómenos literarios instantáneos de esos libros que son el más leído incluso antes de que se hayan publicado, incluso, como “Intemperie”, que se publican en el extranjero antes que en su propio país?
¿No podría ser la estrategia de publicarlos antes en el extranjero para que el clamor que viene de fuera sea pretexto del provincianismo patrio al uso?  ¿Qué opináis de las campañas de marketing desmesuradas?
¿Es lógico que un editor ponga sobre la mesa mucho dinero para promocionar algo que piensa que no va a ser fácil vender?
¿No consideráis que para vender muchos ejemplares, el libro ha de ajustarse a los gustos de la masa mayoritaria, es decir, ha de ser un best seller? O dicho de otra forma, que pueda satisfacer al público de Arturo Pérez Reverte o de Almudena Grandes. 
¿Conocéis algún libro que de modo imprevisto triunfe por su profundidad literaria, y que se convierta en un best seller a posteriori?
En ocasiones, la percepción de una novedad literaria varía según la repercusión inmediata que ésta haya tenido. A veces se va a contracorriente: si nos dicen que el libro es excepcional entonces lo leeremos con escepticismo, y si, por lo contrario, no ha tenido ninguna repercusión, entonces tendemos a reivindicarlo.
En este caso, ¿cuál es vuestra posición?: ¿os emociona su lectura? Simplemente, ¿os entretiene? O bien, ¿os gusta? ¿Creéis que es la excepcional obra que el marketing dice que es?


ACERCA DEL LUGAR Y TIEMPO NARRATIVOS

¿cuál es el lugar en el que se desarrolla la novela? Se le denomina “el llano”.
¿Conocéis topónimos en algún pueblo con esa denominación?
¿Con qué región española se puede identificar?
¿Quizá, con la Meseta Central?

¿Y sobre el tiempo narrativo?
¿Qué indicios hay en la novela para identificarlo?
Hay un párrafo en la página 22 que indica que “Sólo el alguacil disponía de un vehículo a motor en la comarca y, que el niño supiera, sólo el gobernador poseía uno de cuatro ruedas”.
¿Podemos aventurar con este detalle alguna fecha o alguna época?
Y en otro caso: en el que el niño desde la iglesia de un pueblo abandonado distingue, entre tejados hundidos y algunas ventanas descolgadas, una cosechadora de madera y hierro como un caballo de Troya comido por la maleza. ¿Cuándo pudo darse esta estampa?
Finalmente, tenemos otro indicio para averiguar la época, el que habla de que en las casas abandonadas de la misma aldea anterior se observan Algún cuadro con la figura de los monarcas y almanaques atrasados con anuncios de nitratos.
¿Os recuerda esto a los almanaques de Explosivos Río Tinto en el que aparece un cazador con una percha de perdices al hombro?


DESERTIZACIÓN Y DESERTIFICACIÓN EN LA NOVELA

¿Conocéis la diferencia entre desertización y desertificación?
Veamos:
La desertización es la evolución natural de una región hacia unas condiciones  morfológicas,  climáticas  y ambientales conocidas como  desierto.  Los factores que la causan son de diversa índole, entre los que destacan los astronómicos, geomorfológicos y dinámicos. Es un fenómeno que se produce sin la intervención humana, a diferencia de la  desertificación, proceso de degradación ecológica en el que el suelo fértil y productivo pierde total o parcialmente el potencial de producción, como resultado de la destrucción de la cubierta vegetal, de la erosión y de la falta de agua. Esta degradación repercute principalmente en tierras áridas, semiáridas y zonas subhúmedas secas, y la causan, particularmente, actividades humanas tales como el cultivo y el pastoreo excesivo, la deforestación y la falta de riego. La desertificación no se refiere a la expansión de los desiertos existentes. Sucede porque los ecosistemas de las tierras áridas, que cubren una tercera parte del total de la tierra, son extremadamente vulnerables a la sobreexplotación y a un uso inapropiado de la tierra. Según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), el 35% de la superficie de los continentes puede considerarse como áreas desérticas. Dentro de estos territorios sobreviven millones de personas en condiciones de persistente sequía y escasez de alimentos. Entre muchas cosas se considera que la expansión de estos desiertos se debe a acciones humanas.

¿cuál de los dos procesos es el que se evidencia en “Intemperie”?
Poned ejemplos de ello.
¿Recordáis algún ejemplo evidente en donde se vea reflejada la sequía?
¿Conocéis algún proceso en vuestro entorno?


EL PAISAJE Y LO RURAL EN “INTEMPERIE”
Delibes como referencia: “EL MUNDO EN LA AGONÍA” (Extracto del discurso de ingreso en la academia 1974)
He aquí, en pocas palabras, la génesis de mi discurso de esta tarde. Cuando hace cinco lustros escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel, el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel, el Mochuelo, era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización —quintaesencia de este progreso— termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad.
A la vista de los papeles garrapateados por mí hasta el día no necesito decir que el actual sentido del progreso no me va. El desarrollo, tal como se concibe en nuestro tiempo, responde, a todos los niveles, a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo XX no ha aprendido más que a competir y cada día parece más lejana la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte. Se aducirá que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamente tétrico y desolador, y que incluso ofrece unas tonalidades apocalípticas poco gratas. Tal vez sea así: es decir, puede que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera.
En mis libros hay un rechazo de un progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble. Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.
¿Cuántos son los vocablos relacionados con la Naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído en desuso y que, dentro de muy pocos años, no significarán nada para nadie y se transformarán en puras palabras enterradas en los diccionarios e ininteligibles para el «homo tecnologicus»? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como por ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos. Creo que el mero hecho de que nuestro diccionario omita muchos nombres de pájaros y plantas de uso común entre el pueblo es suficientemente expresivo en este aspecto.
 Y, por otro lado, ¿qué será de un paisaje sin hombres que en él habiten de continuo y que son los que le confieren realidad y sentido? Cada vez que muere una palabra campesina, que desaparece un caserío solitario en pleno campo o que no hay nadie para repetir el gesto de los humildes, su vida, sus historias de caza y el mito viviente, entonces es la Humanidad entera la que pierde un poco de su savia y un poco más de su sabor». «El chopo del Elicio», «El Pozal de la Culebra» o «Los almendros del Ponciano», a que me refiero en mi relato Viejas historias de Castilla la Vieja, son, en efecto, un trozo de paisaje y de vida, imbricados el uno en la otra. Cada una de esas parcelas del paisaje alberga historias o mitos que son vida, han sido vivificados por el Elicio o el Ponciano y, a la vez, hablan a los demás; el día que pierdan su nombre, si es que subsisten todavía físicamente, no serán ya más que un chopo, unos almendros o un pozal reducidos al silencio, objetivados, muertos, no más significantes que cualquier otro árbol o rincón municipalmente establecido. Y este destino, como añade Uhlman, nos advierte inequívocamente de que nos estamos aproximando a uno más, y no el menos pavoroso, de los resultados de nuestra incontrolada tecnología: la pasión y muerte de la Naturaleza.
En esta tesitura, mis personajes se resisten, rechazan la masificación. Al presentárseles la dualidad Técnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente por esta que es, quizá, la última oportunidad de optar por el humanismo. Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de su humanidad; se niegan a cortar las raíces. A la sociedad gregaria que les incita, ellos oponen un terco individualismo, buscando aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser único, irrepetible.
Es esta, quizá, la última razón que me ha empujado a los medios rurales para escoger los protagonistas de mis libros. La ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos. La gran ciudad es la excrecencia y, a la vez, el símbolo del actual progreso. De aquí que el Isidoro, protagonista de mi libro Viejas historias de Castilla la Vieja, la rechace y exalte la aldea como último reducto del individualismo: «Pero lo curioso —dice— es que allá, en América, no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "Allá, en mi pueblo, al cerdo lo matan así o asao". O bien: “Allá en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón"... Y empecé a darme cuenta entonces de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillos y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y, con los años, no quedaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro”.
 Esto ya expresa en mis personajes una actitud ante la vida y un desdén explícito por un desarrollo desintegrador y deshumanizador, el mismo que induce al Nini, el niño sabio de Las Ratas, a decir a Rosalino, el Encargado, que le presenta el carburador de un tractor averiado, «de eso no sé, señor Rosalino, eso es inventado». Esta respuesta displicente no envuelve un rechazo de la máquina, sino un rechazo de la máquina en cuanto obstáculo que se interpone entre los corazones de los hombres y entre el hombre y la Naturaleza. Mis personajes son conscientes, como lo soy yo, su creador, de que la máquina, por un error de medida, ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón. Así, cuando Juan Gualberto, el Barbas, protagonista de La caza de la perdiz roja, se dirige a su interlocutor, el cazador, y le dice: «Desengáñese, Jefe, los hombres de hoy no tienen paciencia. Si quieren ir a América, agarran el avión y se plantan en América en menos tiempo del que yo tardo en aparejar el macho para ir a Villagina. Y yo digo, si van con estas prisas, ¿cómo c... van a tener paciencia para buscar la perdiz, levantarla, cansarla y matarla luego, después de comerse un taco tranquilamente a la abrigada charlando de esto y de lo otro?», cuando el Barbas dice esto, repito, con su filosofía directa y socarrona, está exaltando lo natural frente al artificio avasallador de la técnica, está condenando los apremios contemporáneos, el automatismo y la falta de comunicación. En una palabra, está rechazando una torpe idea de progreso que, para empezar, ha dejado su pueblo deshabitado. El Barbas, como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de América con la ilusión obsesiva de encontrar su pueblo como lo dejó. A su modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor, una constante de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las raíces, particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La sombra del ciprés, refugia en el mar su misoginia; Sebastián, de Aún es de día, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisí, el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue su infancia rural como la propia sombra... Esta actitud se hace pasión en Lorenzo, cazador y emigrante, quien en un rapto de exaltación, ante el anuncio de una nueva primavera, escribe en su Diario: «El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que la vi a la perfección el collarón rojo y las timoneras picudas... Era un espectáculo. Así, como nosotros, debió de sentirse Dios al terminar de crear el mundo».
 Mis personajes hablan poco, cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley, es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trate de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento. Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles. Y aunque un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda —no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su plácida digestión— siempre estará ausente de ella el calor. Son muchas las criaturas y pueblos que, por expresa renuncia o porque no pudieron, han dejado pasar el tren de la abundancia y han quedado marginados. Son seres humillados y ofendidos —la Desi, el viejo Eloy, el tío Ratero,el Barbas, Pacífico, Sebastián...— que inútilmente esperan, aquí en la Tierra, algo de un Dios eternamente mudo y de un prójimo cada día más remoto. Estas victimas de un desarrollo tecnológico implacable, buscan en vano un hombro donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar, a la postre, como el viejo Eloy de La Hoja Roja, que «el hombre al meter el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se había roto».
Seguramente esta estimación de la sociedad en que vivimos es lo que ha motivado a Francisco Umbral y Eugenio de Nora a atribuir a mis escritos un sentido moral. Y, en verdad, es este sentido moral lo único que se me ocurre oponer, como medida de urgencia, a un progreso cifrado en el constante aumento del nivel de vida. A mi juicio, el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo, y, en consecuencia, de preservar la integridad del Hombre y de la Naturaleza, radica en ensanchar la conciencia moral universal. Esta conciencia moral Universal, fue, por encima del dinero y de los intereses políticos, la que detuvo la intervención americana en el Vietnam y la que viene exigiendo juego limpio en no pocos lugares de la Tierra.     Porque si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente, en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: «¡Que paren la Tierra, quiero apearme!

Enseguida descubrimos que una persistente sequía ha llevado a que muchos pueblos de la zona se hallen casi deshabitados.
¿Nos puede ello llevar a pensar que estamos ante una novela fantástica o de ciencia ficción?
¿Posee cierto regusto apocalíptico?
¿Podría entroncarse con La carretera de Cormac McCarthy, como señala la solapa del libro?

¿Qué protagonismo adquiere el paisaje rural en la novela?
¿es el verdadero protagonista?
¿Créis que se debe a ello que algunos críticos literarios hayan querido ver en ello a Delibes?
Delibes decía que había que conocer el nombre de las cosas porque había que nombrarlas por su nombre.
Desde vuestra experiencia en lo rural, ¿habéis encontrado algún fallo?
Acordaos del siguiente párrafo: “Avanzaba por los barbechos buscando los restos de paja que habían quedado de la última siega”.
¿Créis que en los barbechos se pueden encontrar restos de paja de la última siega? Si hay restos de paja de la última siega, no se trata de un barbecho, sino de un rastrojo.
En cambio, sí puede tratarse de un barbecho cuando dice: “una hora caminó sobre terrones de arcilla y piedras”.
¿Recordáis el artilugio en el que los barberos afilan las navajas de afeitar? ¿Conocéis su verdadero nombre? ¿Os suena el de suavizador? Pues bien, ved como lo interpreta Jesús Carrasco: “tres tiras de carne de cabra, tensas como el afilador de un barbero, una corteza de queso para roer, un trozo de pan y una lata de cuarto de kilo vacía”.
Otra discrepancia: “La puerta gimió levemente y muy despacio se fue abriendo hasta que la brisa de la calle meneó las llamas de la retuerta”. Lo que Carrasco conoce como retuerta, en mi pueblo es torcida.
¿Sabéis lo que es vino de pitarra? 

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