IN ILLO TEMPORE (leyenda de los amores de don Fernandico y doña Sancha. Original de Sánchez Vera).
Era corregidor de Cuenca, a finales del siglo XVII, don Fernando Carrillo de Albornoz y Ximénez de Mendoza; su hijo, Fernando, huérfano de madre desde muy pequeño, se había criado muy espigado y retraído, atento sólo a educar su erudición y religiosidad. Para distinguirle de su padre, le llamaban don Fernandico.
Doña Sancha,
viuda y hermosa en extremo, había venido a Cuenca para pasar el verano y
olvidar su pena en el retiro.
Don
Fernandico ayudaba a misa mayor en la catedral; un día, al volver a la
sacristía, embebido en desenganchar las cadenas del incensario, casi tropieza
con doña Sancha; queda fascinado por aquella rápida visión, aunque corrido por
su torpeza. Al salir de la sacristía, espía desde una columna la gracia y
belleza de aquella mujer, todavía joven, que le había trastornado el sentido.
Hoz del Huecar |
Nicolasita
Ruiz, intrigada por lo que le habían dicho las de Gutiérrez de que un joven la
seguía, creyó ver en don Fernandico el galán de sus sueños, y por eso se quedó
intencionadamente para verse con él en la salida. Don Fernandico únicamente
tenía en su retina una imagen: doña Sancha, y por eso no se dio cuenta del
afectuosísimo saludo de Nicolasita al salir de la catedral. Nicolasita,
viviendo en su ilusión de cuarentona fea y vieja, razonaba así: "Algo
corto de genio es y... un poco joven, pero es lo de menos. El debe ser, pues me
ha esperado a que yo saliese.”
Doña Sancha,
acompañada de algunas amigas, salía algunas tardes a la Hoz del Huécar y se
entretenían, en animada tertulia, en una fuente rodeada de bancos de piedra,
que hay en el kilómetro dos de la carretera de Palomera. Pronto la fuente fue sitio
de cita de los más distinguidos personajes de la nobleza conquense.
Don
Fernandico logró de su padre que le llevase, para así gozar a sus anchas de la
vista de su amada. Doña Sancha a todos trataba con benevolencia. Un aprendiz de
poeta leyó un día un romance a la concurrencia, y proponía que se le diera el
nombre de doña Sancha a la fuente que les servía de punto de cita. La idea fue
bien acogida, y ése es el nombre hasta nuestros días.
Aunque
buscaba con afán las ocasiones de encontrarse con ella, se contentaba con
seguirla de lejos. Si le podía dar el brazo en alguna reunión, ayudarla a subir
a su carroza, darle agua bendita, etc., el enamorado se sentía transportado al
séptimo cielo.
Una de las fuentes de la Hoz del Huecar |
Una tarde, estando reunidos en la
fuente, apareció un sapo; alguien le dio un puntapié y cayó en medio del corro.
Antes de que lo mataran, doña Sancha le concedió el indulto. Se habló de su
canto por la noche... A la vuelta, doña Sancha preguntó a don Fernandico qué
opinaba del canto de los sapos. "Se burlan de nosotros, de nuestros
amores; ellos se comunican con toda libertad sus afectos mutuos, y el hombre,
rey de la creación, tiene que ocultar las más de las veces sus
sentimiento." "No se puede negar, explicó doña Sancha, que la vida
social tiene exigencias ineludibles...”
Don
Fernandico recibió una carta perfumada y elegante, en la que se le citaba...;
la carta no llevaba firma.
Salió de su
casa emocionado, temblando de placer. Discretamente se dirigió a casa de doña
Sancha. Se quedó de piedra al ver allí a dos canónigos, y le dejó frío la frase
de doña Sancha: "¿Cómo a estas horas por esta casa, don Fernandico?"
Tras larga espera, se marcharon los canónigos. Dijo: "¡Por fin, amada
mía!" Por el estupor de doña Sancha, comprendió que la carta no era de
ella; doña Sancha, que había cogido la carta que don Fernandico tenía en la
mano, después de leerla le dijo: "¿Me habéis creído capaz de escribir
esto?" Al verle encogido, tembloroso, dijo con expresión de lástima:
"Sois un chiquillo presumido y tonto; en consideración a vuestro padre, os
perdono la ofensa que me habéis hecho, creyéndome capaz de enamorarme de este
modo, y ¡de vos!" Llamó a un criado: "¡Alumbra a este joven, que se
marcha!" Cuando don Fernandico llegó a su casa la calentura le abrasaba, y
por muchos días el médico no supo descubrir la enfermedad de amor y de
vergüenza que aquejaba a su paciente.
Cierta noche
llegó un correo de la Corte trayendo un despacho para don Fernando, el alcalde
corregidor; éste hizo correr la noticia de que un conocido suyo vendría a pasar
una temporada a Cuenca, para restablecer su quebrantada salud. A los pocos días
salió hacia la carretera de Madrid con su coche y esperó a la silla de posta;
de ella salió un personaje a quien don Fernando trató con especial reverencia,
y preguntando qué nombre quería que le diese, respondió: "Llamadme como al
condestable de Cañete, don Álvaro de Luna, pues, como él, subí muy alto, para
caer también desde muy altó.”
Don Álvaro
entró muy pronto en el círculo de la sociedad conquense, pero nadie supo
particularidades de su vida. En las reuniones con doña Sancha destacaba por su
ingenio, y esto hizo que se crease entre los dos una cordial intimidad, y un
afecto sincero que no trataban de ocultar. Don Fernandico no pudo soportar esta
cordialidad, que él interpretó mal, y se dejó dominar por el demonio de los
celos; tras éstos, vino el odio.
Don Álvaro
recibió un billetito en estos términos: "Esta tarde, a las tres, os espera
en el extremo de la Alameda una persona que necesita hablar con vos a solas y
con urgencia.”
Don Álvaro
acudió a la cita; por la orilla del Júcar llegó hasta "Finisterre";
allí se encontraba don Fernandino.
"¿Habéis
visto a alguien por aquí?" "Soy yo quien os ha escrito la carta, y os
espera para dirimir una cuestión de honor y sin testigos. ¡Cuantos insultos os
puedan llevar al campo del honor, tenedlos por dichos; os aborrezco y quiero
mataros! No me preguntéis el motivo, porque no os lo diré. Si no aceptáis mi
reto, os voy a cruzar la cara como a un villano" (y don Fernandico se
lanzó a golpear a su adversario). "¡En guardia, insolente!" (Poco
tardó don Álvaro en apreciar la inferioridad de su adversario, y le propinó una
tremenda paliza, hasta que lo desarmó.) "Mañana se encargará vuestro padre
de poner coto a vuestras insolencias." "Por lo que más queráis. ¡No
digáis nada! Yo prometo no volver a molestaros en adelante."
Zona de la Cueva de la Zarza |
Don
Fernandico ya no volvió a la fuente de doña Sancha; se dirigió, por el camino
de detrás del convento de San Pablo hacia la Cueva de la Zarza, y se detenía en
la fuente que hay en Mirabueno. Desde allí podía ver la reunión de su amada sin
ser notado, y dando rienda suelta a sus tristes pensamientos.
Don Juan,
beneficiado de la Catedral, tenía un confesionario muy concurrido. Le llamó la
atención que su penitente, don Fernandico, se mantuviese tan triste y alejado
de la gente. Un día se hizo el encontradizo con él, y le acompañó hasta la
fuente. Don Juan creía que don Fernandico estaba enamorado de Nicolasita, y
mientras le hablaba de las ilusiones de ella, don Fernandico creía que se
refería a doña Sancha. Al hacer mención de la famosa carta anónima, descubre
que la autora fue Nicolasita, y don Juan se da cuenta de que el joven está
enamorado de doña Sancha.
Doña Sancha,
por consejo de don Juan, llama a su casa a don Fernandico para convencerle de
lo ilusorio de sus planes, pero don Fernandico no acude a la cita. Doña Sancha,
acompañada de un criado, se va a la fuente de don Fernandico; ella aparece en
lo alto de una roca. "Ya que la montaña no viene a mí, yo vengo a la
montaña." Don Fernandico queda aturdido por la aparición y la ayuda a
bajar... Doña Sancha intenta convencerle de lo descabellado de su amor. Don
Fernandico dice que a nadie molesta, y que nada pide, sino ser fiel a ese amor
imposible que ha nacido en su corazón..., y hace la más ardiente confesión
amorosa que jamás un enamorado hizo a su amada. La hermosa viuda, a punto
estuvo de vacilar y ceder a un amor como jamás hubo conocido... Al retirarse
exclamaba para sus adentros: "¡Pobre joven, cuánto me ama!"
Cierta tarde,
don Fernandico vio venir por el camino de arriba un extraño caballero todo
embozado. "¿Es ésta la Hoz del Huécar? ¿Está por aquí cerca la fuente de
doña Sancha?" Una cigarra salta al cuello del caballero embozado, y lanza
un grito femenil. "No os molestéis, señora, en guardar vuestro incógnito:
¿En qué puedo serviros?" Le dice que ella es la esposa de don Álvaro, que
fue recluida en un convento y él desterrado a Cuenca; que se ha fugado del
convento con aquellas ropas y viene en busca de su marido. Don Fernandico no
puede ir en busca de don Álvaro por sus celos y su enemistad; lo hará un
pastorcillo. La mujer de don Álvaro le entrega un medallón:
"Pregunta
en la fuente quién ha perdido este medallón, y al que te conteste, le dices que
a las siete le esperan aquí". Al llegar don Álvaro a la cita, don
Fernandico se retira.
Los
cuchicheos de la gente hacen saber a don Fernandico que don Álvaro frecuenta la
casa de doña Sancha, y que sale de ella a altas horas de la noche. Pide a
Nicolasita, que vive enfrente, una cita para que ella le explique lo que pasa.
A las doce de la noche están los dos en la reja. Don Álvaro ha entrado en casa
de doña Sancha y todavía no ha salido... Nicolasita, acosada por los celos,
destila todo su veneno contando detalles de las entradas y salidas de don Álvaro
en casa de doña Sancha. La puerta de ésta se abrió, y salió don Álvaro
embozado, ocultándose en la oscuridad. Don Fernandico le sale al paso con la
espada desenvainada, chocan los aceros y el joven cae herido al suelo. Al grito
de Nicolasita, acude la Ronda del Corregidor, y don Álvaro es encarcelado en su
casa.
A la mañana
siguiente acude don Juan a casa del herido, luego a casa de don Álvaro, de doña
Sancha, de Nicolasita... Cuando va a dar la noticia del embrollo al Corregidor,
le dicen que un caballero con un enorme espadón ha solicitado ver al enfermo y,
para conseguir entrar, ha hecho mostrarle un medallón; Fernandico ha dado orden
de hacerlo pasar sin dilación. El Padre Juan da a conocer que la esposa de don Álvaro
se encuentra en Cuenca desde hacía tiempo, refugiada en casa de doña Sancha y,
por las señas, es la que está hablando con su hijo... Don Fernando saca la
orden de detención para cumplirla; Don Fernandico cree que es felonía hacerlo
en su habitación; el Padre Juan zanja la cuestión, y se lleva a la dama con un
alguacil para que vigile su casa. Al poco, vuelve el alguacil. "¿Por qué
no te has quedado?", le interpela el Corregidor. "Porque ya había dos
allí". "Pero, ¿a dónde la has llevado?" "A casa de don Álvaro."
Por consejo
del Padre Juan, el Corregidor sale para Madrid para dar cuenta del caso.
Don
Fernandico, cuando vio entrar en su habitación a la esposa de don Álvaro, con
el mismo disfraz con que la había conocido, dijo: "¿Qué busca aquí,
señora?" "Aclarar los hechos cuya mala interpretación ha estado a
punto de causarle la muerte." Y le explica cómo doña Sancha le dio acogida
en su casa, y de aquí las frecuentes y largas visitas de don Álvaro. ¡Doña
Sancha es honrada y pura! Ya se lo decía a él su corazón...
Un Prelado,
delegado del Papa, venía a Cuenca para venerar las reliquias
de San Julián.
Gran recibimiento, serenata; lo despiden pronto, porque el visitante está
cansado. A poco, salen dos criados en distintas direcciones; las de Gutiérrez,
que viven enfrente del Palacio Episcopal, no pierden detalle y hacen
conjeturas... A poco viene una pareja... Una mujer con un criado, el
Corregidor... Tras una hora de ,espera vuelven a salir dándose la
enhorabuena... „
Ermita de San Julián |
En la solemne
función de la Catedral causó admiración ver a don Álvaro en el mismo banco de
don Fernandico; entre ambos doña Sancha, a su lado el Corregidor y junto a don Álvaro
una dama desconocida. Habló el prelado de la caridad y de los juicios
-temerarios... Mientras tanto, el Padre Juan hacía correr la versión auténtica
de los hechos entre las de Gutiérrez, Nicolasita, etc..
Por la tarde,
la esposa de don Álvaro invitó a doña Sancha, al Corregidor y a su hijo a una
merienda en la fuente de doña Sancha. A la vuelta, don Fernandico había cogido
del brazo a doña Sancha y le volvió a repetir los motivos de su amor; doña
Sancha se sentía embriagada de placer, pero la conveniencia social le obligaba
a matar aquello que tal vez sería su dicha. El canto de los sapos, ¡cu-cu!, le
hizo recordar que los animales se ríen de los hombres.
Doña Sancha
se despidió de don Fernandico por una carta muy sentida; ingresaba en una Orden
religiosa, para así no causar más mal a nadie, y prepararse en la paz del
claustro para morir.
Don
Fernandico, desconsolado, seguía con su peregrinación a la fuente de Mirabueno,
viviendo de sus recuerdos... Pasaron algunos años...
Doña Sancha,
en el convento, se había visto debilitada por extraña enfermedad. Los médicos
recomendaron el traslado a los aires natales de Cuenca... Nadie supo en Cuenca
que tras el nombre de sor Olvido se ocultaba el nombre de doña Sancha;
únicamente su confesor, el Padre Juan, estaba al corriente de todo lo suyo.
Ella seguía fiel al recuerdo de su enamorado don Fernandico, purificado de toda
sombra profana, despojado de todo lastre, limpio de toda mancha.
Sor María del
Olvido mostrábase muy retraída y nunca bajaba al locutorio, además de alternar
muy poco con las hermanas con la excusa de su enfermedad.
Doña Sancha
sonsacó con habilidad al Padre Juan el estado de ánimo de don Fernandico, y
constató, con sumo gozo, la fidelidad del abnegado mozo. Efectivamente, desde
la galería del convento veía subir hacia Mirabueno a su enamorado caballero.
Desde tiempo
inmemorial viene celebrándose en el Convento de las
Carmelitas Descalzas la
festividad de la Asunción de la Virgen. Una hermosa Virgen de la Cama se expone
en la Clausura, y los fieles la pueden venerar desde la nave a través de la
reja de hierros puntiagudos.
Convento de las Carmelitas Descalzas |
Numerosos
acuden los fieles a rezar, y no faltó don Fernandico... Un cirio que se había
caído prendió en las cortinas y lecho de la Virgen. Acuden las monjas alocadas
para apagar el fuego; corren de una parte para otra sin el velo, y Fernandico
reconoce el rostro pálido y ojeroso, pero siempre expresivo y bello, de doña
Sancha. La impresión fue violentísima, y, abriéndose paso entre la gente, se
precipita sobre la reja sin reparar en los puntiagudos hierros, y gritando
fuera de sí: " ¡Doña Sancha!" El golpe fue tan violento, que los
hierros se le hincaron en el cráneo y cayó desplomado sin sentido. Doña Sancha
se abalanzó sobre la reja y contempló impotente cómo su Fernandico se
desangraba en el suelo, sin poderle prodigar sus cuidados.
El estado de
don Fernandico era gravísimo, la muerte inminente... Le velaron toda la noche,
y el enfermo repetía en su delirio el nombre de su amada. Poco después, moría,
acompañado de las oraciones de los suyos.
De pronto, se
oyó en la escalera ruido de pasos precipitados, y antes de que nadie pudiera
evitarlo, doña Sancha, la faz descolorida y el hábito hecho girones, se
precipitó sobre el cuerpo aún caliente, y comenzó a besarle con frenesí en la
boca, en los ojos, en la frente, como si a fuerza de besos quisiera infundirle
una nueva vida. Los circunstantes no se atrevían a interrumpir aquellas
efusiones de amor tanto tiempo contenido, y que se expresaba en palabras
ternísimas, como si el cadáver pudiera oírlas... "¿No me llamabas,
Fernando mío? ¡Aquí estoy! ¡Fernando! ¿No me oyes? ¡Está muerto! ¡Torpe de mí!
¡Necia, cobarde...!"
Entonces
ocurrió algo horrible: la monja se incorporó, y en un arrebato de locura empezó
a cantar y saltar imitando a los sapos. Así, antes de que nadie pudiera
reaccionar, se acercó al balcón que daba sobre la Hoz del Huécar y se precipitó
en el abismo.
(Adaptación
abreviada de la leyenda original de Emilio Sánchez Vera)
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