lunes, 11 de noviembre de 2013

Callejeando por Cuenca. Leyenda de Emilio Sánchez Vera




IN ILLO TEMPORE (leyenda de los amores de don Fernandico y doña Sancha. Original de Sánchez Vera).





Era corregidor de Cuenca, a finales del siglo XVII, don Fernando Carrillo de Albornoz y Ximénez de Mendoza; su hijo, Fernando, huérfano de madre desde muy pequeño, se había criado muy espigado y retraído, atento sólo  a educar su erudición y religiosidad. Para distinguirle de su padre, le llamaban don Fernandico.
Doña Sancha, viuda y hermosa en extremo, había venido a Cuenca para pasar el verano y olvidar su pena en el retiro.
Don Fernandico ayudaba a misa mayor en la catedral; un día, al volver a la sacristía, embebido en desenganchar las cadenas del incensario, casi tropieza con doña Sancha; queda fascinado por aquella rápida visión, aunque corrido por su torpeza. Al salir de la sacristía, espía desde una columna la gracia y belleza de aquella mujer, todavía joven, que le había trastornado el sentido.
Hoz del Huecar
Nicolasita Ruiz, intrigada por lo que le habían dicho las de Gutiérrez de que un joven la seguía, creyó ver en don Fernandico el galán de sus sueños, y por eso se quedó intencionadamente para verse con él en la salida. Don Fernandico únicamente tenía en su retina una imagen: doña Sancha, y por eso no se dio cuenta del afectuosísimo saludo de Nicolasita al salir de la catedral. Nicolasita, viviendo en su ilusión de cuarentona fea y vieja, razonaba así: "Algo corto de genio es y... un poco joven, pero es lo de menos. El debe ser, pues me ha esperado a que yo saliese.”
Doña Sancha, acompañada de algunas amigas, salía algunas tardes a la Hoz del Huécar y se entretenían, en animada tertulia, en una fuente rodeada de bancos de piedra, que hay en el kilómetro dos de la carretera de Palomera. Pronto la fuente fue sitio de cita de los más distinguidos personajes de la nobleza conquense.
Don Fernandico logró de su padre que le llevase, para así gozar a sus anchas de la vista de su amada. Doña Sancha a todos trataba con benevolencia. Un aprendiz de poeta leyó un día un romance a la concurrencia, y proponía que se le diera el nombre de doña Sancha a la fuente que les servía de punto de cita. La idea fue bien acogida, y ése es el nombre hasta nuestros días.
Aunque buscaba con afán las ocasiones de encontrarse con ella, se contentaba con seguirla de lejos. Si le podía dar el brazo en alguna reunión, ayudarla a subir a su carroza, darle agua bendita, etc., el enamorado se sentía transportado al séptimo cielo.
Una de las fuentes de la Hoz del Huecar
        Una tarde, estando reunidos en la fuente, apareció un sapo; alguien le dio un puntapié y cayó en medio del corro. Antes de que lo mataran, doña Sancha le concedió el indulto. Se habló de su canto por la noche... A la vuelta, doña Sancha preguntó a don Fernandico qué opinaba del canto de los sapos. "Se burlan de nosotros, de nuestros amores; ellos se comunican con toda libertad sus afectos mutuos, y el hombre, rey de la creación, tiene que ocultar las más de las veces sus sentimiento." "No se puede negar, explicó doña Sancha, que la vida social tiene exigencias ineludibles...”
Don Fernandico recibió una carta perfumada y elegante, en la que se le citaba...; la carta no llevaba firma.
Salió de su casa emocionado, temblando de placer. Discretamente se dirigió a casa de doña Sancha. Se quedó de piedra al ver allí a dos canónigos, y le dejó frío la frase de doña Sancha: "¿Cómo a estas horas por esta casa, don Fernandico?" Tras larga espera, se marcharon los canónigos. Dijo: "¡Por fin, amada mía!" Por el estupor de doña Sancha, comprendió que la carta no era de ella; doña Sancha, que había cogido la carta que don Fernandico tenía en la mano, después de leerla le dijo: "¿Me habéis creído capaz de escribir esto?" Al verle encogido, tembloroso, dijo con expresión de lástima: "Sois un chiquillo presumido y tonto; en consideración a vuestro padre, os perdono la ofensa que me habéis hecho, creyéndome capaz de enamorarme de este modo, y ¡de vos!" Llamó a un criado: "¡Alumbra a este joven, que se marcha!" Cuando don Fernandico llegó a su casa la calentura le abrasaba, y por muchos días el médico no supo descubrir la enfermedad de amor y de vergüenza que aquejaba a su paciente.
Cierta noche llegó un correo de la Corte trayendo un despacho para don Fernando, el alcalde corregidor; éste hizo correr la noticia de que un conocido suyo vendría a pasar una temporada a Cuenca, para restablecer su quebrantada salud. A los pocos días salió hacia la carretera de Madrid con su coche y esperó a la silla de posta; de ella salió un personaje a quien don Fernando trató con especial reverencia, y preguntando qué nombre quería que le diese, respondió: "Llamadme como al condestable de Cañete, don Álvaro de Luna, pues, como él, subí muy alto, para caer también desde muy altó.”
Don Álvaro entró muy pronto en el círculo de la sociedad conquense, pero nadie supo particularidades de su vida. En las reuniones con doña Sancha destacaba por su ingenio, y esto hizo que se crease entre los dos una cordial intimidad, y un afecto sincero que no trataban de ocultar. Don Fernandico no pudo soportar esta cordialidad, que él interpretó mal, y se dejó dominar por el demonio de los celos; tras éstos, vino el odio.
Don Álvaro recibió un billetito en estos términos: "Esta tarde, a las tres, os espera en el extremo de la Alameda una persona que necesita hablar con vos a solas y con urgencia.”
Don Álvaro acudió a la cita; por la orilla del Júcar llegó hasta "Finisterre"; allí se encontraba don Fernandino.
"¿Habéis visto a alguien por aquí?" "Soy yo quien os ha escrito la carta, y os espera para dirimir una cuestión de honor y sin testigos. ¡Cuantos insultos os puedan llevar al campo del honor, tenedlos por dichos; os aborrezco y quiero mataros! No me preguntéis el motivo, porque no os lo diré. Si no aceptáis mi reto, os voy a cruzar la cara como a un villano" (y don Fernandico se lanzó a golpear a su adversario). "¡En guardia, insolente!" (Poco tardó don Álvaro en apreciar la inferioridad de su adversario, y le propinó una tremenda paliza, hasta que lo desarmó.) "Mañana se encargará vuestro padre de poner coto a vuestras insolencias." "Por lo que más queráis. ¡No digáis nada! Yo prometo no volver a molestaros en adelante."
Zona de la Cueva de la Zarza
Don Fernandico ya no volvió a la fuente de doña Sancha; se dirigió, por el camino de detrás del convento de San Pablo hacia la Cueva de la Zarza, y se detenía en la fuente que hay en Mirabueno. Desde allí podía ver la reunión de su amada sin ser notado, y dando rienda suelta a sus tristes pensamientos.
Don Juan, beneficiado de la Catedral, tenía un confesionario muy concurrido. Le llamó la atención que su penitente, don Fernandico, se mantuviese tan triste y alejado de la gente. Un día se hizo el encontradizo con él, y le acompañó hasta la fuente. Don Juan creía que don Fernandico estaba enamorado de Nicolasita, y mientras le hablaba de las ilusiones de ella, don Fernandico creía que se refería a doña Sancha. Al hacer mención de la famosa carta anónima, descubre que la autora fue Nicolasita, y don Juan se da cuenta de que el joven está enamorado de doña Sancha.
Doña Sancha, por consejo de don Juan, llama a su casa a don Fernandico para convencerle de lo ilusorio de sus planes, pero don Fernandico no acude a la cita. Doña Sancha, acompañada de un criado, se va a la fuente de don Fernandico; ella aparece en lo alto de una roca. "Ya que la montaña no viene a mí, yo vengo a la montaña." Don Fernandico queda aturdido por la aparición y la ayuda a bajar... Doña Sancha intenta convencerle de lo descabellado de su amor. Don Fernandico dice que a nadie molesta, y que nada pide, sino ser fiel a ese amor imposible que ha nacido en su corazón..., y hace la más ardiente confesión amorosa que jamás un enamorado hizo a su amada. La hermosa viuda, a punto estuvo de vacilar y ceder a un amor como jamás hubo conocido... Al retirarse exclamaba para sus adentros: "¡Pobre joven, cuánto me ama!"
Cierta tarde, don Fernandico vio venir por el camino de arriba un extraño caballero todo embozado. "¿Es ésta la Hoz del Huécar? ¿Está por aquí cerca la fuente de doña Sancha?" Una cigarra salta al cuello del caballero embozado, y lanza un grito femenil. "No os molestéis, señora, en guardar vuestro incógnito: ¿En qué puedo serviros?" Le dice que ella es la esposa de don Álvaro, que fue recluida en un convento y él desterrado a Cuenca; que se ha fugado del convento con aquellas ropas y viene en busca de su marido. Don Fernandico no puede ir en busca de don Álvaro por sus celos y su enemistad; lo hará un pastorcillo. La mujer de don Álvaro le entrega un medallón:
"Pregunta en la fuente quién ha perdido este medallón, y al que te conteste, le dices que a las siete le esperan aquí". Al llegar don Álvaro a la cita, don Fernandico se retira.
Los cuchicheos de la gente hacen saber a don Fernandico que don Álvaro frecuenta la casa de doña Sancha, y que sale de ella a altas horas de la noche. Pide a Nicolasita, que vive enfrente, una cita para que ella le explique lo que pasa. A las doce de la noche están los dos en la reja. Don Álvaro ha entrado en casa de doña Sancha y todavía no ha salido... Nicolasita, acosada por los celos, destila todo su veneno contando detalles de las entradas y salidas de don Álvaro en casa de doña Sancha. La puerta de ésta se abrió, y salió don Álvaro embozado, ocultándose en la oscuridad. Don Fernandico le sale al paso con la espada desenvainada, chocan los aceros y el joven cae herido al suelo. Al grito de Nicolasita, acude la Ronda del Corregidor, y don Álvaro es encarcelado en su casa.
A la mañana siguiente acude don Juan a casa del herido, luego a casa de don Álvaro, de doña Sancha, de Nicolasita... Cuando va a dar la noticia del embrollo al Corregidor, le dicen que un caballero con un enorme espadón ha solicitado ver al enfermo y, para conseguir entrar, ha hecho mostrarle un medallón; Fernandico ha dado orden de hacerlo pasar sin dilación. El Padre Juan da a conocer que la esposa de don Álvaro se encuentra en Cuenca desde hacía tiempo, refugiada en casa de doña Sancha y, por las señas, es la que está hablando con su hijo... Don Fernando saca la orden de detención para cumplirla; Don Fernandico cree que es felonía hacerlo en su habitación; el Padre Juan zanja la cuestión, y se lleva a la dama con un alguacil para que vigile su casa. Al poco, vuelve el alguacil. "¿Por qué no te has quedado?", le interpela el Corregidor. "Porque ya había dos allí". "Pero, ¿a dónde la has llevado?" "A casa de don Álvaro."
Por consejo del Padre Juan, el Corregidor sale para Madrid para dar cuenta del caso.
Don Fernandico, cuando vio entrar en su habitación a la esposa de don Álvaro, con el mismo disfraz con que la había conocido, dijo: "¿Qué busca aquí, señora?" "Aclarar los hechos cuya mala interpretación ha estado a punto de causarle la muerte." Y le explica cómo doña Sancha le dio acogida en su casa, y de aquí las frecuentes y largas visitas de don Álvaro. ¡Doña Sancha es honrada y pura! Ya se lo decía a él su corazón...
Un Prelado, delegado del Papa, venía a Cuenca para venerar las reliquias
Ermita de San Julián
de San Julián. Gran recibimiento, serenata; lo despiden pronto, porque el visitante está cansado. A poco, salen dos criados en distintas direcciones; las de Gutiérrez, que viven enfrente del Palacio Episcopal, no pierden detalle y hacen conjeturas... A poco viene una pareja... Una mujer con un criado, el Corregidor... Tras una hora de ,espera vuelven a salir dándose la enhorabuena...            „
En la solemne función de la Catedral causó admiración ver a don Álvaro en el mismo banco de don Fernandico; entre ambos doña Sancha, a su lado el Corregidor y junto a don Álvaro una dama desconocida. Habló el prelado de la caridad y de los juicios -temerarios... Mientras tanto, el Padre Juan hacía correr la versión auténtica de los hechos entre las de Gutiérrez, Nicolasita, etc..
Por la tarde, la esposa de don Álvaro invitó a doña Sancha, al Corregidor y a su hijo a una merienda en la fuente de doña Sancha. A la vuelta, don Fernandico había cogido del brazo a doña Sancha y le volvió a repetir los motivos de su amor; doña Sancha se sentía embriagada de placer, pero la conveniencia social le obligaba a matar aquello que tal vez sería su dicha. El canto de los sapos, ¡cu-cu!, le hizo recordar que los animales se ríen de los hombres.
Doña Sancha se despidió de don Fernandico por una carta muy sentida; ingresaba en una Orden religiosa, para así no causar más mal a nadie, y prepararse en la paz del claustro para morir.
Don Fernandico, desconsolado, seguía con su peregrinación a la fuente de Mirabueno, viviendo de sus recuerdos... Pasaron algunos años...
Doña Sancha, en el convento, se había visto debilitada por extraña enfermedad. Los médicos recomendaron el traslado a los aires natales de Cuenca... Nadie supo en Cuenca que tras el nombre de sor Olvido se ocultaba el nombre de doña Sancha; únicamente su confesor, el Padre Juan, estaba al corriente de todo lo suyo. Ella seguía fiel al recuerdo de su enamorado don Fernandico, purificado de toda sombra profana, despojado de todo lastre, limpio de toda mancha.
Sor María del Olvido mostrábase muy retraída y nunca bajaba al locutorio, además de alternar muy poco con las hermanas con la excusa de su enfermedad.
Doña Sancha sonsacó con habilidad al Padre Juan el estado de ánimo de don Fernandico, y constató, con sumo gozo, la fidelidad del abnegado mozo. Efectivamente, desde la galería del convento veía subir hacia Mirabueno a su enamorado caballero.
Desde tiempo inmemorial viene celebrándose en el Convento de las
Convento de las Carmelitas Descalzas
Carmelitas Descalzas la festividad de la Asunción de la Virgen. Una hermosa Virgen de la Cama se expone en la Clausura, y los fieles la pueden venerar desde la nave a través de la reja de hierros puntiagudos.
Numerosos acuden los fieles a rezar, y no faltó don Fernandico... Un cirio que se había caído prendió en las cortinas y lecho de la Virgen. Acuden las monjas alocadas para apagar el fuego; corren de una parte para otra sin el velo, y Fernandico reconoce el rostro pálido y ojeroso, pero siempre expresivo y bello, de doña Sancha. La impresión fue violentísima, y, abriéndose paso entre la gente, se precipita sobre la reja sin reparar en los puntiagudos hierros, y gritando fuera de sí: " ¡Doña Sancha!" El golpe fue tan violento, que los hierros se le hincaron en el cráneo y cayó desplomado sin sentido. Doña Sancha se abalanzó sobre la reja y contempló impotente cómo su Fernandico se desangraba en el suelo, sin poderle prodigar sus cuidados.
El estado de don Fernandico era gravísimo, la muerte inminente... Le velaron toda la noche, y el enfermo repetía en su delirio el nombre de su amada. Poco después, moría, acompañado de las oraciones de los suyos.
De pronto, se oyó en la escalera ruido de pasos precipitados, y antes de que nadie pudiera evitarlo, doña Sancha, la faz descolorida y el hábito hecho girones, se precipitó sobre el cuerpo aún caliente, y comenzó a besarle con frenesí en la boca, en los ojos, en la frente, como si a fuerza de besos quisiera infundirle una nueva vida. Los circunstantes no se atrevían a interrumpir aquellas efusiones de amor tanto tiempo contenido, y que se expresaba en palabras ternísimas, como si el cadáver pudiera oírlas... "¿No me llamabas, Fernando mío? ¡Aquí estoy! ¡Fernando! ¿No me oyes? ¡Está muerto! ¡Torpe de mí! ¡Necia, cobarde...!"

Entonces ocurrió algo horrible: la monja se incorporó, y en un arrebato de locura empezó a cantar y saltar imitando a los sapos. Así, antes de que nadie pudiera reaccionar, se acercó al balcón que daba sobre la Hoz del Huécar y se precipitó en el abismo. 


(Adaptación abreviada de la leyenda original de Emilio Sánchez Vera) 

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