Cuento escrito por Luis Clemente, Coordinador del Taller literario "Letras Mágicas" de la Biblioteca Pública del Estado en Cuenca.
NOTA
PRELIMINAR
Luis Clemente en la presentación del programa Biblioteca Solidaria en la BPE de Cuenca |
"Ella llegó a Zurich en noviembre, a penas
un mes de haber firmado el contrato de
trabajo. El tren que la llevaba atravesó los Pirineos. Cruzó Francia de sur a
norte, por unas tierras vacías que parecían agonizar. El único rastro de vida
eran las bandadas de grullas que se recortaban en el cielo. Tras la frontera
suiza, aparecieron las montañas, las vacas pardas, los prados, los bosques y
las nubes rosadas. Contemplaba aquel país con expectación. Contemplaba las
casas blancas, escondidas en los valles, bajitas, con tejados rojos, con porche
y ventanas de marcos de color verde. Pero no se le iba de la cabeza Villares
del Saz de Don Guillén, su pueblo, aquel pueblo que había dejado atrás, con un caserío envejecido,
barbechos de surcos pardos, asnos con moscas, gallinas picoteando arrañales,
salón de baile con pick up y cuadrillas de mujeres que iban a misa con el
reclinatorio al brazo.
La situación
en Villares hacía difícil la vida de sus gentes. Sus campos eran los más
proclives para aventurar un futuro incierto. A pesar de que sus vecinos eran
trabajadores y honrados, era una zona pobre, con contrastes climáticos
violentos. El pueblo, agazapado en sus raíces, no auguraba una perspectiva
alegre y festiva de la vida. Todo ello configuraba un carácter pesimista. El
extranjero, particularmente el centro de Europa, en pleno proceso de
desarrollo, ofrecía trabajo, y de ese ofrecimiento nació la idea de emigrar.
Antes de
llegar a Hauptbahnhof, una enorme estación de ferrocarriles, quedó sorprendida
por el Museo Nacional que se alzaba ante ella en la margen del río Limmat. (El
Schweizerisches Landesmuseum era como un castillo medieval con sus torreones y
almenas.) Luego, ya en el andén, se abrazó a su prima. Ésta se mostró generosa:
“Hasta que te instales en la familia, vas a vivir conmigo. Tengo una habitación
alquilada. Es diminuta, pero allí podemos estar las dos”.
La
estancia se hallaba en Altstetten, dentro del distrito noveno, y por
la ventana se dominaba la enorme lámina de agua de un lago; en la orilla
opuesta, unos edificios se difuminaban entre las luces fosforescentes del
alumbrado público; más allá, se extendía el verde oscuro de los abedules; y en
un plano más distante, se levantaban unos picos cubiertos de nieve.
El
primer día, se atrevió a pasear sola. Sin un plan trazado de antemano, la
impresión superaba cualquier expectativa preconcebida. A medida que se iba
internando en el centro, encontraba un deleite antojadizo en unos escaparates
que sus ojos nunca podrían imaginar. En la Bahnhofstrasse, “calle de la
estación”, pasaba sin prisa por las
joyerías, peleterías, zapaterías y boutiques, todas ellas tiendas de lujo, y
detrás de algunas lunas se fijaba en dependientas con los ojos azules y bien
vestidas, hablando entre ellas o simplemente mirando con indiferencia a los
viandantes. Tras un descanso en el trayecto, apareció en la Paradeplatz, “plaza
de la parada “, que era donde recalaban la mayoría de los tranvías de la
ciudad, y allí, en el lado opuesto al Credit Suisse, también ella se paró. Ante
la confitería Sprüngli” quizá atraída por los luxemburgeli y las figuritas de
chocolate, pudo ver como el cristal del establecimiento le devolvía su
rostro, notando extraña
su propia mirada, como si se hubiera quedado extraviada en algún otro lugar.
Tenía
veintidós años. El idioma alemán que
parecía cerrarle los oídos, la tensión continua a que estaba sometida en el
trabajo doméstico y las subidas y bajadas de ánimo hacían que se sintiera
infinitamente sola, con las manos vacías. Aquella situación, más que una
desesperanza, era una desesperación. Todo ello contribuía a que un angustioso
sentimiento de nostalgia le hiciera presa. De ahí, que no era difícil que en
esos instantes, recordase los momentos más complicados que había vivido desde
que salió de su casa: se veía de rodillas en unas baldosas rojizas y desgastadas
atando fuertemente una cuerda a una
maleta de cartón, afianzando las cerraduras desvencijadas. A continuación,
partía en camión hasta Valencia. Ya en esta ciudad, en la calle Marqués del
Turia, validaba el contrato y obtenía la autorización en la comisaría; y al
final, embarcaba en tren desde la
estación de la calle Játiva.
Andando los
días, el nueve de diciembre, el sentimiento de nostalgia se repitió. Se
encontraba en la habitación de servicio de la casa de unos condes rusos en la
que trabajaba como criada. Cuando al fin se asomó a la ventana, descubrió cómo
los copos de nieve descendían con parsimonia. La vida parecía haberse fugado de
aquel lugar, y un silencio sobrecogedor se instaló en la estancia. Sus ojos a
punto de reventar de lágrimas, miraron unos instantes al reloj de cuco: sumó
una hora más. En Villares serían las ocho y cinco de la noche.
Entonces,
trató de trasladarse a la plaza de Villares del Saz en ese mismo instante, en la víspera de Santa Eulalia, patrona de la
parroquia, nevada y con una inmensa hoguera iluminando las fachadas. Aquello
fue como si se le acercara un soplo de vida. A esa hora, en la negrura de la
noche empezaban a mezclarse todos los sonidos. Los cánticos de las niñas
sobresalían como si subieran al cielo junto a las llamas. Los chicos
correteaban con un pincho en el que llevaban prendido una suela de zapato
ardiendo. Se alejaban y se acercaban, serpenteando la estela luminosa por las
calles donde corrían. El resplandor de la lumbre remarcaba los pómulos y encendía
las pupilas de las gentes.
De
pronto, se imaginó a su madre ese día por la mañana, como sucedía año tras
año, haciendo limpieza en la cámara
(había que hacer acopio para alimentar las luminarias), y llenando varias
espuertas de esparto con restos de escobas amargas, tablas de basquets de fruta
y cartones. Pero esta escena no la arredró, porque comenzaba a estar bien de
verdad, a ser la misma que en su pueblo un año antes, otra víspera de Santa
Eulalia, cantando, girando y girando en corro alrededor del fuego.
Sólo pensar
en el lugar de su infancia y juventud esa noche, apartaba de su cabeza la
enorme angustia que le suponía vivir lejos de su casa, y se imaginó marchándose
a tomar un chocolate con
picatostes junto al grupo de amigas. Quedaba ya solamente un rescoldo de
ascuas y apenas había gente alrededor de la luminaria. Los pocos que allí se
hallaban, charlaban y echaban, de vez en vez, algún trago de la bota.
Percibió
felicidad en el silencio que parecía parar el tiempo, y cerró los ojos para
recordar mejor. Entonces, creyó hallarse en la iglesia parroquial de su pueblo
frente al retablo del presbiterio, Escuchando el chisporroteo de las velas y
oliendo a cera y a frío. Allí, en lo alto, se alzaba la Santa con su túnica
talar roja y su manto azul, con la palma del martirio en una mano y el hornillo
en la otra.
Hacía mucho
tiempo que le costaba rezar las oraciones que había aprendido en la doctrina, y
no sentía ese misterio religioso que el párroco atribuía a la misa,
particularmente los domingos, que era
cuando éste se extendía en el sermón. Sin embargo, la imagen de Santa
Eulalia le suscitaba una devoción auténtica. Quizá por que creyese en lo
sobrenatural, o porque las súplicas colectivas ayudaban a unificar las
conciencias, o por ambas cosas a la vez, tenía grabado en su memoria la
historia de la santa desde el día que oyó contar a la maestra cómo una niña de
doce años, obstinada ante el pretor de Augusta Emérita, capital de la Lusitania, a
no rozar con las yemas de sus dedos el incienso y la sal en señal de adoración a los dioses paganos,
escupió al rostro de aquel, arrojó al suelo los ídolos que se le habían
presentado, y de un puntapié echó a rodar la oblea sacrifical que se hallaba
sobre los incensarios. Pero lo que más le impresionó de aquella narración fue el martirio por el que, entregada a los
brazos de los verdugos con garfios en
las manos, sus pechos fueran desgarrados, quedando sus costados abiertos hasta dejar al
descubierto los huesos; y que, aún no contentándose con ello, le prendieran con
antorchas encendidas el vientre y los costados, llegando el crepitar de las
teas a alcanzar la cabellera, terminando la pira por envolver a la niña mártir.
Luego,
vendría la maravilla de la creación poética que se transmitía desde casi dos
mil años, por la que la santa, tras absolver
una llamarada, y en señal de su pureza, exhaló por la boca una paloma blanca, y el cielo, en respuesta,
veló por su cuerpo virgen, cubriéndolo con una capa de nieve asemejando una
mantilla blanca.
Unos minutos
después, se deshizo el espejismo y a ella le costó comprender que todas
aquellas escenas las hubiera provocado la traición de su memoria. No obstante,
con una grata sensación de alivio, abrió las hojas de la ventana y recibió en
la cara el aire fresco, y aún las aletas de su nariz se hincharon, creyendo
inspirar el áspero aroma de la carrasca húmeda que alentaban las chimeneas de
su pueblo a esa hora. Una felicidad inesperada y jubilosa se instalaba en su
alma: le transmitía el sentido de su sacrificio, su renuncia, su esfuerzo en un
país lejano, no importaba que al día siguiente volviera a aparecer el miedo a
lo desconocido, la necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias y la
incomunicación del idioma."
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