miércoles, 4 de diciembre de 2013

Échale un cuento a tu vida: “EULALIA EN EL RECUERDO”




Cuento escrito por Luis Clemente, Coordinador del Taller literario "Letras Mágicas" de la Biblioteca Pública del Estado en Cuenca.




NOTA PRELIMINAR
Luis Clemente en la presentación del programa
Biblioteca Solidaria en la BPE de Cuenca
Flora, en Suiza; Clotilde, en Francia;  Aurora, en Bélgica; y como muchas mujeres de otros pueblos, ellas fueron la vanguardia de quienes no quisieron rendirse a la penuria, aún sin saber si volverían otra vez a su tierra, llorando por los hogares de Europa o soñando como niñas, pero siempre mujeres de acero templado en numerosas batallas. Así eran las villarenses que emigraran un día. De ahí, que al escribir este relato, me haya acordado de ellas y a ellas se lo dedique. 


"Ella llegó a Zurich en noviembre, a penas un mes de haber firmado el contrato  de trabajo. El tren que la llevaba atravesó los Pirineos. Cruzó Francia de sur a norte, por unas tierras vacías que parecían agonizar. El único rastro de vida eran las bandadas de grullas que se recortaban en el cielo. Tras la frontera suiza, aparecieron las montañas, las vacas pardas, los prados, los bosques y las nubes rosadas. Contemplaba aquel país con expectación. Contemplaba las casas blancas, escondidas en los valles, bajitas, con tejados rojos, con porche y ventanas de marcos de color verde. Pero no se le iba de la cabeza Villares del Saz de Don Guillén, su pueblo, aquel pueblo que había dejado atrás, con un caserío envejecido, barbechos de surcos pardos, asnos con moscas, gallinas picoteando arrañales, salón de baile con pick up y cuadrillas de mujeres que iban a misa con el reclinatorio al brazo.
La situación en Villares hacía difícil la vida de sus gentes. Sus campos eran los más proclives para aventurar un futuro incierto. A pesar de que sus vecinos eran trabajadores y honrados, era una zona pobre, con contrastes climáticos violentos. El pueblo, agazapado en sus raíces, no auguraba una perspectiva alegre y festiva de la vida. Todo ello configuraba un carácter pesimista. El extranjero, particularmente el centro de Europa, en pleno proceso de desarrollo, ofrecía trabajo, y de ese ofrecimiento nació la idea de emigrar.
Antes de llegar a Hauptbahnhof, una enorme estación de ferrocarriles, quedó sorprendida por el Museo Nacional que se alzaba ante ella en la margen del río Limmat. (El Schweizerisches Landesmuseum era como un castillo medieval con sus torreones y almenas.) Luego, ya en el andén, se abrazó a su prima. Ésta se mostró generosa: “Hasta que te instales en la familia, vas a vivir conmigo. Tengo una habitación alquilada. Es diminuta, pero allí podemos estar las dos”.
La estancia se hallaba en Altstetten, dentro del distrito noveno,  y por  la ventana se dominaba la enorme lámina de agua de un lago; en la orilla opuesta, unos edificios se difuminaban entre las luces fosforescentes del alumbrado público; más allá, se extendía el verde oscuro de los abedules; y en un plano más distante, se levantaban unos picos cubiertos de nieve.
El primer día, se atrevió a pasear sola. Sin un plan trazado de antemano, la impresión superaba cualquier expectativa preconcebida. A medida que se iba internando en el centro, encontraba un deleite antojadizo en unos escaparates que sus ojos nunca podrían imaginar. En la Bahnhofstrasse, “calle de la estación”,  pasaba sin prisa por las joyerías, peleterías, zapaterías y boutiques, todas ellas tiendas de lujo, y detrás de algunas lunas se fijaba en dependientas con los ojos azules y bien vestidas, hablando entre ellas o simplemente mirando con indiferencia a los viandantes. Tras un descanso en el trayecto, apareció en la Paradeplatz, “plaza de la parada “, que era donde recalaban la mayoría de los tranvías de la ciudad, y allí, en el lado opuesto al Credit Suisse, también ella se paró. Ante la confitería Sprüngli” quizá atraída por los luxemburgeli y las figuritas de chocolate, pudo ver como el cristal del establecimiento le devolvía su rostro, notando extraña su propia mirada, como si se hubiera quedado extraviada en algún otro lugar.
Tenía veintidós años.  El idioma alemán que parecía cerrarle los oídos, la tensión continua a que estaba sometida en el trabajo doméstico y las subidas y bajadas de ánimo hacían que se sintiera infinitamente sola, con las manos vacías. Aquella situación, más que una desesperanza, era una desesperación. Todo ello contribuía a que un angustioso sentimiento de nostalgia le hiciera presa. De ahí, que no era difícil que en esos instantes, recordase los momentos más complicados que había vivido desde que salió de su casa: se veía de rodillas en unas baldosas rojizas y desgastadas atando fuertemente una cuerda  a una maleta de cartón, afianzando las cerraduras desvencijadas. A continuación, partía en camión hasta Valencia. Ya en esta ciudad, en la calle Marqués del Turia, validaba el contrato y obtenía la autorización en la comisaría; y al final,  embarcaba en tren desde la estación de la calle Játiva.
Andando los días, el nueve de diciembre, el sentimiento de nostalgia se repitió. Se encontraba en la habitación de servicio de la casa de unos condes rusos en la que trabajaba como criada. Cuando al fin se asomó a la ventana, descubrió cómo los copos de nieve descendían con parsimonia. La vida parecía haberse fugado de aquel lugar, y un silencio sobrecogedor se instaló en la estancia. Sus ojos a punto de reventar de lágrimas, miraron unos instantes al reloj de cuco: sumó una hora más. En Villares serían las ocho y cinco de la noche.
Entonces, trató de trasladarse a la plaza de Villares del Saz en ese mismo instante,  en la víspera de Santa Eulalia, patrona de la parroquia, nevada y con una inmensa hoguera iluminando las fachadas. Aquello fue como si se le acercara un soplo de vida. A esa hora, en la negrura de la noche empezaban a mezclarse todos los sonidos. Los cánticos de las niñas sobresalían como si subieran al cielo junto a las llamas. Los chicos correteaban con un pincho en el que llevaban prendido una suela de zapato ardiendo. Se alejaban y se acercaban, serpenteando la estela luminosa por las calles donde corrían. El resplandor de la lumbre remarcaba los pómulos y encendía las pupilas de las gentes.
Sólo pensar en el lugar de su infancia y juventud esa noche, apartaba de su cabeza la enorme angustia que le suponía vivir lejos de su casa, y se imaginó marchándose a tomar un chocolate con picatostes junto al grupo de amigas. Quedaba ya solamente un rescoldo de ascuas y apenas había gente alrededor de la luminaria. Los pocos que allí se hallaban, charlaban y echaban, de vez en vez, algún trago de la bota.
Percibió felicidad en el silencio que parecía parar el tiempo, y cerró los ojos para recordar mejor. Entonces, creyó hallarse en la iglesia parroquial de su pueblo frente al retablo del presbiterio, Escuchando el chisporroteo de las velas y oliendo a cera y a frío. Allí, en lo alto, se alzaba la Santa con su túnica talar roja y su manto azul, con la palma del martirio en una mano y el hornillo en la otra.
Hacía mucho tiempo que le costaba rezar las oraciones que había aprendido en la doctrina, y no sentía ese misterio religioso que el párroco atribuía a la misa, particularmente los domingos, que era  cuando éste se extendía en el sermón. Sin embargo, la imagen de Santa Eulalia le suscitaba una devoción auténtica. Quizá por que creyese en lo sobrenatural, o porque las súplicas colectivas ayudaban a unificar las conciencias, o por ambas cosas a la vez, tenía grabado en su memoria la historia de la santa desde el día que oyó contar a la maestra cómo una niña de doce años, obstinada ante el pretor de Augusta Emérita, capital de la Lusitania, a no rozar con las yemas de sus dedos el incienso y la sal en señal de adoración a los dioses paganos, escupió al rostro de aquel, arrojó al suelo los ídolos que se le habían presentado, y de un puntapié echó a rodar la oblea sacrifical que se hallaba sobre los incensarios. Pero lo que más le impresionó de aquella narración fue el martirio por el que, entregada a los brazos de los verdugos  con garfios en las manos, sus pechos fueran desgarrados, quedando  sus costados abiertos hasta dejar al descubierto los huesos; y que, aún no contentándose con ello, le prendieran con antorchas encendidas el vientre y los costados, llegando el crepitar de las teas a alcanzar la cabellera, terminando la pira por envolver a la niña mártir.
Luego, vendría la maravilla de la creación poética que se transmitía desde casi dos mil años, por la que la santa, tras absolver  una llamarada, y en señal de su pureza, exhaló por la boca una paloma blanca, y el cielo, en respuesta, veló por su cuerpo virgen, cubriéndolo con una capa de nieve asemejando una mantilla blanca.

Unos minutos después, se deshizo el espejismo y a ella le costó comprender que todas aquellas escenas las hubiera provocado la traición de su memoria. No obstante, con una grata sensación de alivio, abrió las hojas de la ventana y recibió en la cara el aire fresco, y aún las aletas de su nariz se hincharon, creyendo inspirar el áspero aroma de la carrasca húmeda que alentaban las chimeneas de su pueblo a esa hora. Una felicidad inesperada y jubilosa se instalaba en su alma: le transmitía el sentido de su sacrificio, su renuncia, su esfuerzo en un país lejano, no importaba que al día siguiente volviera a aparecer el miedo a lo desconocido, la necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias y la incomunicación del idioma."

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