Como cada semana comenzamos nuestro taller de lectura con un poco de poesía:
Hoy las letras de Gabriel Celaya.
Biografía
Pseudónimo de
Rafael Múgica Celaya; Hernani, 1911 - Madrid, 199.
Poeta español, uno de los
más representativos de la poesía social de los cincuenta. Cursó el bachillerato
en San Sebastián y la carrera de ingeniero industrial en Madrid. En esta última
ciudad vivió en la Residencia de Estudiantes, experiencia que dejó en él un
recuerdo imborrable. Sus primeras tentativas como poeta no fueron aceptadas en
modo alguno por su familia, razón por la cual eligió escribir con seudónimo.
Con este nombre, pues, apareció su primer libro de poemas: Marea del silencio
(1935).
La relación
con su mujer, Amparo Gastón, fue decisiva a lo largo de su vida. En más de una
ocasión, Celaya dijo de viva voz que todo cuanto era como poeta y persona a
ella se lo debía. Otro encuentro que influyó en la pareja de escritores fue el
conocimiento que trabaron con Jorge Semprún (a la sazón, Federico Sánchez), a
través del cual ingresaron en las filas del Partido Comunista. Esa militancia
llegó hasta el final de sus días y los marcó para siempre.
Su
producción, adscrita a la corriente de poesía social, es la expresión de
experiencias colectivas, cargada siempre de un propósito de denuncia para el
cual recurre a un deliberado prosaísmo. Autor muy prolífico, de casi un
centenar de obras, encuentra su voz propia -un decir sencillo y cordial, humano
y prosaico- con los libros Movimientos elementales (1947) y, sobre todo, con Tranquilamente
hablando (1947) y Las cosas como son (1949).
A pesar de
que en 1986 fue galardonado con el Premio Nacional de las Letras Españolas, los
últimos años de su vida transcurrieron entre penurias económicas que le
llevaron a vender su biblioteca a la Diputación Provincial de Guipúzcoa, y a
que el Ministerio de Cultura se hiciera cargo del coste de su estancia en el
hospital en 1990.
Cuando llueve
y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo
al fuego: poemas incompletos,
pagarés no
pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías,
besos guardados en un libro,
renuncio al
peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido,
engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo
las llamas, y salto la fogata,
y apenas si
comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la
felicidad lo que me exalta?
Cuando salgo
a la calle silbando alegremente
-el pitillo
en los labios, el alma disponible-
y les hablo a
los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y
la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas
estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y
morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni
ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la
alegría que así tiembla reciente,
¿no es la
felicidad lo que se siente?
Cuando llega
un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada
saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas,
percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto
al milagro -sé que todo es fiado-,
y no quiero
pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin
medida bebemos y charlamos,
y el amigo es
dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos
quizá burlando así la muerte,
¿no es la
felicidad lo que trasciende?
Cuando me he
despertado, permanezco tendido
con el balcón
abierto. Y amanece: las aves
trinan su
algarabía pagana lindamente:
y debo
levantarme pero no me levanto;
y veo, boca
arriba, reflejada en el techo
la ondulación
del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí
tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo
así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la
felicidad lo que amanece?
Cuando voy al
mercado, miro los abridores
y, apretando
los dientes, las redondas cerezas,
los higos
rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de
la vida, con pecado sin duda
pues que
tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo,
consigo por fin una rebaja,
mas terminado
el juego, pago el doble y es poco,
y abre la
vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la
felicidad lo que allí brota?
Cuando puedo
decir: el día ha terminado.
Y con el día
digo su trajín, su comercio,
la busca del
dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así
cansado, manchado, llego a casa,
me siento en
la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden
Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música
reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente
limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la
felicidad lo que me envuelve?
Cuando tras
dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de
un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba
justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos
largamente, no de mis sinsabores,
pues él,
aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo
van las cosas en Jordania,
de un libro
de Neruda, de su sastre, del viento,
y al
marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la
felicidad lo que me vence?
Abrir
nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un
camino que huele a madreselvas;
beber con un
amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el
sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en
unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto
ser feliz pese a la muerte?
Vencido y
traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden
quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la
felicidad que no se vende?
No hay comentarios:
Publicar un comentario