En este post andaremos por las hoces del Jucar y del Huecar
"Tú que
conoces y que ves todo lo que existe aquí, conquense, detén el peregrinar por
las calles de Cuenca en la Puerta de San Juan, puesto que el viajero sólo
cruza, sin detener siquiera la vista en este barrio, hacia la Plaza o para
Carretería. La serenidad de la Majestad está cerca, al otro lado del río
silencioso, maltrecho nada más por los chapuzones del anzuelo o de alguna
piedra arrojada desde Mangana que marca una hora de eternidad. El cerro de San
Cristóbal, asaetado de sendas, es el lugar donde los conquenses miran cuando
quieren meditar. Los colores, el romero y el espliego son sus únicos
habitantes; quizá más arriba, los grajos vuelan en círculo, procedentes de
Mariana. Al otro lado, junto a la «Piedra del Caballo» o en los remansos del
Recreo Peral, se refleja la ciudad vieja, la iglesia de San Miguel repleta de
ecos de música de la última Semana Santa.
Nos asomamos,
Grau y yo, desde el quicio de la Puerta por la que penetraron los guerreros de
Alfonso, dicen que agarrados a enormes carneros. Así fueron derrotados los
sarracenos. A un paso, en una de las casas empinadas al verde de las aguas,
Víctor de la Vega pasa sus vacaciones pintando, mientras escucha música de
Bach; muy cerca de él está la fuente del Escardillo con la efigie del Rey de
Cuenca.
Grau toma un
apunte, mientras huele a pino y los grandes nubarrones se van hacia Nohales y
el cementerio.
Cementerio de la hoz del Jucar |
Llega el
perfume del chocolate, de los higos, del pan caliente, de las uvas pasas, de la
carne de membrillo, del azulejo, desde la tienda de comestibles «Manolo», que
murió, ¡pobre amigo!, con los fríos del invierno pasado. Enfrente, junto a la
casa de Pilar Blanco, que fue mi maestra de inglés en la Politécnica, jugábamos
hace mucho tiempo al Guerrero del Antifaz, al Hombre Enmascarado, a Juan
Centella, a Jorge y Fernando y a Flash Gordon.
Todos
aquellos amigos de la niñez son hombres aventados por las ciudades y pueblos de
toda España: Jesús Sotos, Pepito Barreña, Pepito Soria, Manolo Porras, Nandique
«Panza Burra», Paquito «el barqui», Angelete, Manolo Serrano, Manolo Díaz, Tote
Pinós, los Pajares, Loren, Julián el del Jardinillo (con él nos íbamos a las
cuadras a comer manzanas y membrillos robados), Borin, Roberto Ramírez, José
Luis y el mismo Víctor, que ya era novio de Guadi. Hacíamos grandes hogueras,
luchábamos contra los de otros barrios y después asábamos patatas en el
ascuarril, mientras los mayores se dedicaban a saltar los restos del fuego.
Por Andrés de
Cabrera arriba sigue la vida, vive la gente, la misma y alguna que ha venido de
los pueblos. Crece la hiedra que plantó el abuelo de Kiny, aquel que conocía a
todo el mundo y llevaba barba cuando todavía, no estaba de moda; el abuelo de
Kiny era entonces concejal. Y ahí, un poco más arriba del Tribunal Tutelar de
Menores, está la casa donde transcurrió mi niñez (recuerdo que por entonces
hicieron una gran alfombra de flores cuando vino el señor obispo y la gente
cantaba canciones con alegría), con balcones a San Andrés, muy cerca de donde
vivió Julio Arturo Valero, el poeta conquense, casi desconocido, olvidado por
todos.
Puerta de San Juan |
La farmacia
«San Felipe» pone su nota literaria, defendida a ultranza por Antonio Benítez.
Es mediodía
ya en la Puerta de San Juan, sobre las blancas piedras que rodean el arco
gótico, sobre la espesura que rodea las orillas del río. El sol queda al otro
lado, cubierto por tercas nubes, esperado por los habitantes de los chopos, los
grajos, que tiñen de luto el ámbito de la hoz.
En la calle
del Peso suenan los gritos de las golondrinas persiguiendo invisibles insectos,
y se meten, raudas, por las mellas del campanario de la iglesia que ahora
alberga las imágenes de la Semana de Pasión. Aquí, junto a los olmos y la
barandilla, jugué al fútbol, a enterrar tesoros, a contar historias de muertos
y conquistas de héroes desconocidos que inventábamos de pasada. El Jardinillo
casi ha muerto, ya no es lo que fue, desaparecieron las flores y las plantas y
ahora es un reducto donde los niños aprenden a dar sus primeros pasos. Tampoco
la cuesta por donde Juanito Olivares bajaba en un carro de cojinetes para
impresionar a las chicas no parece tan feroz y ya no oigo las notas del saxofón
de Angelete y del jazz de su sobrino.
Vivíamos en
Cuenca. Otros muchos viven en Cuenca quizá como
nosotros lo hacíamos entonces,
jugando a tantas cosas importantes. Y «Botes» continúa luchando contra el
tiempo, limpiándose las manos en el blanco mandil, mientras se pasa la lengua
por el refinado bigote, ofreciendo un vaso de vino al caminante, al que cruza
desde la Plaza Mayor para Carretería o la calle de los Tintes. Muchos se paran
a tomar un «mochuelo», a comer garbanzos torraos, a hablar de la vida que
transcurre. Y don Emilio, el profesor de dibujo, viene de vez en cuando a
revolver en los papeles amarillos de su vieja casa. Allí subíamos todas las
Navidades para contemplar emocionados su Nacimiento, en el que un pescador
sacaba un pez del helado río, el molino giraba y los Magos caminaban hacia
Oriente.
Calle Tintes |
Mediodía en
la Puerta de San Juan. (Nos alcanzan los barrenderos, los oficinistas del
Ayuntamiento.) Mediodía en la hoz; mediodía sobre el Júcar y el Huécar. Suben
las hortelanas con las cestas vacías a sus hocinos. Don Bonifacio va a comer,
sube la cuesta despacio y se para para hablar con la gente que le pregunta. ¿Y
don Miguel el cura, el que arrancaba notas al órgano de la catedral, dónde
vivirá ahora? En la Puerta de San Juan siguen entrando los chicos a esconderse,
mientras dan gritos. Sigue la vida en Cuenca.
El sol ha
roto el tamiz de las nubes y se abalanza, ansioso, sobre el río, sobre San
Felipe, sobre El Salvador, sobre «las monjas», sobre la Fuente de Santo
Domingo. El sol da de pleno en la cara de Botes. Mientras, Grau Santos y yo
bajamos hacia Carretería."
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