miércoles, 8 de octubre de 2014

"Las palabras de la noche", revisión de los personajes de la novela.




Análisis de los personajes de la novela "las palabras de la noche". 





La novela se nos presenta como un muestrario de elementos básicos humanos, sencillos y, por eso, no  menos trascendentales. En realidad, al narrar la vida de un pueblo, incide en las sombras de los miembros de una familia pequeño burguesa un tanto peculiar, por no decir que sórdida, y su relación con el resto del pueblo y de  los habitantes de otros lugares. El territorio es un pequeño pueblo italiano;  y el tiempo el correspondiente a un poco antes y otro poco después de la Segunda Guerra Mundial.
La familia protagonista es rica, numerosa  y posee gran variedad de historias conyugales debido a la amplia gama de hijos e hijas. Cada historia surge, al menos, tan simple como la anterior, pero todas ellas con el denominador común de la falta de amor, de entrega y de sinceridad.
La narración, con el fin de remarcar los diversos aspectos que inciden en ella, parece que está escrita como un telegrama: frase punto, frase punto, lo que le imprime un ritmo vivo. Pero lo más peculiar es que la voz narradora, la de elsa, que al principio se evidencia en primera persona, luego se aleja  desapareciendo totalmente, como si de la tercera se tratase, incluso, hasta se puede olvidar del porqué de lo que se cuenta. Pero luego aparece de nuevo, y ya en el final es cuando al lector le surgen todos los porqué de golpe: el porqué de Purillo, el del viejo Valota, el de Magna Maria, el de Barba Tomaso, el de Mario, el de Gemmina, el de Raffaella,….. Y, como colofón, el porqué que compendia a todos: el de tomasino.
Debido a ello se ha  hecho preciso una recapitulación personaje a personaje, para lo que se ha realizado una labor de síntesis recogiendo lo que la narradora ha desperdigado por las páginas del libro. Así, en este apartado se presentará el muestrario de todos los personajes con sus incidencias entre sí y entre otros ajenos a la familia protagonista. Y como el periodo de lectura de Las palabras de la noche no acaba hasta la sesión nº 5, en esta se incluyen aquellos que no poseen una incidencia directa en el final, y así no destripar el quid de la cuestión.

NEBBIA
A Nebbia, o sea Niebla,  lo había conocido Vicentino, uno de los hijos del viejo Valota, en el politécnico. Se veían en clase. Empezaron a hablar una tarde, en el tren que los devolvía a casa, un fin de semana, porque la familia de Nebbia tampoco vivía en la ciudad. Vincenzino empezó a hablar, con su voz queda. Contó que tenía un primo, Purillo, con el que vivía, al que odiaba. Contó cómo era Purillo, cómo se lavaba y cómo comía, cómo se tiraba a la criada, cómo hacía gimnasia, por la mañana, en calzones de elástico negro. Nebbia escuchaba, aguzando la oreja, aquel largo murmullo melancólico. Se reía, divertido por aquel odio que no tenía ningún motivo real, ya que aquella manera de masticar, de rascarse los sobacos o aquel brusco doblarse arriba y abajo en calzones y camiseta, eran sólo un pretexto. Conocía de vista a Purillo. Después lo conoció más de cerca y le pareció del todo inofensivo. Por lo demás, Nebbia era por naturaleza sociable, ingenuo, tranquilo y distraído, y todos le querían. Vincenzino estrechó lazos con Nebbia y fue su primero, último y único amigo. Nebbia lo llevó a su casa, en Borgo Martino, y le presentó a sus padres, el padre médico titular y la madre maestra de escuela, y a los hermanos y hermanas. Asimismo, Vicentino se casó con una chica de Borgo Martino, amiga de las hermanas de Nebbia. Por su parte Vincenzino lo llevó a Casseta. Nebbia le pareció simpático al viejo Balotta; incluso le prometió, para cuando hubiere terminado el politécnico, un puesto en la fábrica. Cuando Vicentino dejó el politécnico, sin examinarse de muchas asignaturas, y se matriculó en ciencias empresariales, Nebbia ya se había licenciado hacía tiempo y trabajaba en la fábrica. También se licenciaron Purillo y Mario, y también se pusieron a trabajar allí.
Nebbia iba a veces a la casa de valota a cenar con él y sufamilia. Discutía cosas de la fábrica con él y nunca le daba la razón, porque Nebbia no se sometía a nadie en el mundo. Luego Balotta se iba a la cama, porque estaba acostumbrado a acostarse temprano, y Nebbia se quedaba con Gemmina y la señora Cecilia, que hacían punto; pero también él se iba quedando dormido, poco a poco, con su cara larga y colorada en el respaldo de la poltrona y la boca grande que, a veces, en el sueño, sonreía vagamente. Nebbia era famoso por dormirse después de cenar. —Perdonad si me he dormido un poco , decía cuando se despertaba sobresaltado.
Gemmina estuvo enamorada de Nebbia. Ella le pedía subir en la barra de la bicicleta. Entonces él la llevaba a su casa. Otras veces iban juntos a la montaña. Y una noche que Gemmina y Nebbia se quedaron solos, porque Balotta se había ido a acostar ya y la señora Cecilia se había quedado a pasar la noche con Raffaella en la ciudad, Gemmina dejó la labor, se despejó los cabellos de la frente, y le dijo que creía que se había enamorado de él (o de usted, como acostumbraba a llamarle). A continuación ocultó la cara con las manos, y se puso a llorar. Nebbia se quedó estupefacto, con las orejas encendidas, y tragaba saliva. Y al poco le contestó que lo sentía. Después se hizo un largo silencio y Gemmina siguió llorando, y él sacó su pañuelo, grande, arrugado, un poco sucio, y le secó la cara. Entonces le dijo que la tenía por una buena amiga, pero que no la quería; que lo sentía.
Poco tiempo después, se prometió con la hija del farmacéutico de Castello, una muchacha que se llamaba Pupazzina, la Muñequita. Tenía sólo diecinueve años y era muy pequeña, rellenita, con una cabeza llena de rizos; iba vestida siempre con unas blusas abultadas, ceñida con un cinturón ancho de charol negro, y vacilaba sobre los altísimos tacones. Un día se le antojó un coche, porque quería dárselas de señora; y una casa con los muebles más modernos y cactus en los alféizares. No soportaba la montaña, ni en invierno ni en verano, y no aguantaba el frío. Apenas sabía andar en bicicleta. Le gustaba el baile, y se casó con Nebbia que no sabía bailar. Para no encontrarla de morros, Nebbia debía volver cuanto antes a casa.
Cate entonces le tomaba el pelo y él le replicaba que eran unas burguesas, que Para los niños y la casa contaban con las muchachas de servicio y que vivían aburridas, como todas las señoras. —¡Yo no soy una señora! ¡No soy una burguesa! No sé por qué, pero yo no soy una burguesa, ¡ni soñando!, le soltaba Kate  y además  decía que ella—, aunque fuese una burguesa, no le importaría. Y que no se aburría porque se lo pasaba muy bien y que sobre los niños, aunque tuviera niñera, se ocupaba  ella, y los sacaba fuera, hiciera frío o calor. Y que en cambio Pupazzina no los sacaba nunca, porque tenía miedo de que se resfriasen. Y que además estaban palidísimos, que a los suyos jamás les había dolido la garganta.
Al final, y debido a que Nebbia, según decía Barba Tlomaso,  era más comunista que socialista, lo detuvieron los fascistas y lo mataron justo en la pendiente de rocas que está detrás de la casa de Valota, que por eso se llama Le Pietre, Las Piedras, inmediatamente antes de los bosques de pinos. Era de noche y oyeron gritar. Por la mañana, la criada encontró la bufanda, las gafas rotas y el sombrero, aquél de pelo que él llevaba siempre.

RAFFAELLA
Raffaella era el cuarto de los hijos del matrimonio Valota y la más joven de las dos mujeres (la otra era Gemmina). A sus dieciocho años era como un muchachote desmañado. Se liaba a jugar con los niños, y les obligaba a hacer en el río juegos demasiado ruidosos y peligrosos, les obligaba a zambullirse en los sitios donde la corriente era más rápida, y a subir a las rocas más altas. También  se bañaba con Purillo, aunque éste se aburrió pronto. Cogió la costumbre de ir, cada domingo con Nebbia, Kate y Purillo, a la montaña a hacer montañismo en verano y a esquiar en invierno. Se comportaba siempre como una gamberra, hacía los descensos gritando como un salvaje y con sus manos duras como el plomo daba unas palmadas brutales en la espalda de todo el mundo. Cuando estaba en la montaña, al aire libre, se liberaba más que nunca. Sobre todo se divertía gastándole bromas a Purillo, al que le pasaba el jabón cuando le pedía queso, o queso cuando le pedía jabón. O bien le metía por el cuello el erizo de las castañas, que traía a propósito de su jardín. Purillo, pacientemente, se desenredaba aquellos erizos de la lana del jersey. Eran bromas inocuas, un poco tontas, de colegio. Como había estado en la guerra de partisana, conocía el lugar donde habían asesinado a Nebbia, en Le Pietre, y se lo enseñaba a quien se lo pedía, una roca grande, alta, picuda y manchada de líquenes.
Tras la guerra volvió al pueblo. Llegó un día después que había muerto su padre, y como había estado en el monte y había sido partisana, llevaba pantalones, un pañuelo rojo atado al cuello y una pistola en la funda. Estaba ansiosa de que su padre la viera con la pistola, pero al encontrar a Magna Maria en la verja, con un velo negro en la cabeza, y romper a llorar nada más verla gritando qué desgracia, qué desgracia, se lo supuso. Luego su  tía la abrazó, y no hacía más que repetir: —¡Qué valiente eres! ¡Qué valiente eres!. Pero, reparando en la pistola, se asustó: ¿no se irá a disparar? En verdad, el viejo Valota siempre le guardó rencor a Nebbia porque se había casado con la hija del farmacéutico de Castello, una muchacha que se llamaba Pupazzina, y no había querido a ninguna de sus dos hijas, en particular a Raffaella.
Por su condición de partisana no conseguía habituarse de nuevo a vivir de una manera tranquila. Se afilió al partido comunista, y daba vueltas por el campo en bicicleta, cargada de panfletos.
Tommasino y Raffaella se fueron a vivir juntos a un pequeño piso en el centro del pueblo, detrás de la fábrica. Comían en el restaurante de la Concordia. Pero Purillo les dijo que podían hacerse una buena casa. Raffaella no quería y decía que ese dinero no era en absoluto de ellos, sino de los obreros. Sin embargo, se la hicieron. Una casa muy moderna, completamente redonda, con el techo plano, con una escalera exterior circular, como la de los barcos. Estaba sobre Villa Rondine, en la cima de la colina. Entonces aprovechó para comprarse un caballo, porque tenía la manía de los caballos desde pequeña.
Raffaella dejó el partido comunista y se afilió a un pequeño partido de comunistas disidentes, que tenía sólo tres militantes en toda la zona.
Luego empezó a correr por el pueblo la voz de que se casaba con Purillo. Se quedaba la gente estupefacta. Vincenzino, que comía todos los días con ella,  se enteró por Gemmina, y también se quedó estupefacto, y luego se puso furioso, habría hecho pedazos todo lo que se le hubiese puesto por delante. Purillo —dijo Gemmina— eso debía tenerlo ya pensado y calculado de sobra. Quizás desde cuando vivían mamá y papá porque Purillo es como las serpientes, quetienen la vista larga, , y menos mal que no está aquí el viejo Balotta y no ve una cosa así. Porque, Gemmina a veces, cariñosamente, llamaba Balotta a su padre. Y al final, Raffaella le confirmó a Vicentino que se casaba con Purillo, que estaba enamorado de él.
Como regalo de bodas, tuvo de Purillo una nevera. Empezaban a ponerse de moda, pero aún, en el pueblo, no había ninguna. Pero, no le dejó que se llevara el caballo, y se quedó en Casa Tonda, Casa Redonda, que era así como llamaba Raffaella a la casa, en la cima de la colina. Se quedó allí durante un tiempo, atendido por los hijos de la guardesa. Al principio Raffaella iba casi a diario a verlo; luego se olvidó y terminaron por venderlo.
Raffaella y Purillo tuvieron un niño, que le llamaron Pepè. Raffaella, como madre, era muy aprensiva. Lo sacaba a pasear embutido en lana. Y no hacía otra cosa que ponerle y quitarle chaquetitas y pantaloncitos. Ni soñando se le ocurría zambullirlo en el agua helada del río, como hacía, hace muchos años, con los hijos de Cate y Vincenzino. Su partido seguía siendo el de los comunistas disidentes. Pero en esos instantes pensaba poco en ello, y se acordaba sólo de vez en cuando, más que nada, para molestar a Purillo, al que los comunistas, disidentes o no, le daban dolor de estómago. Piensa poco en ello, porque ahora sólo pensaba en Pepè.

PURILLO
El viejo Balotta crió a un muchacho, pariente lejano suyo, que se había quedado huérfano; hizo que estudiara con sus hijos. Se llamaba Fausto, pero todos lo llamaban el Purillo, el «rabillo», porque llevaba siempre una boina de las que tienen rabillo calzada hasta las orejas. Con el fascismo, el Purillo se hizo fascista; y el viejo Balotta dijo que la cosa estaba clara, que era  Natural, porque el Purillo era como la mosca verde: sólo se posaba donde había mierda. Y cuando se plantaba ante él en el patio de la fábrica, le decía que había que ver lo cardo que era.  Y que no lo aguantaba. Entonces Purillo ensayaba una sonrisa, arqueaba su boca pequeña de dientes ingenuos y blancos, alargaba los brazos y decía que no le podía caer simpático a todo el mundo. Y a pesar de eso, cuando el viejo Valota empezó a enfermar, nombró a Purillo director de la fábrica, hecho éste que daría lugar a que la señora Cecilia no se resignasa a aquella afrenta que se le hacía a sus hijos, y se quejaba  diciendo —¿Por qué el Purillo? ¿Por qué no Mario? ¿Por qué no Vincenzo? Pero el viejo Balotta le soltaba que no se metiera, que se metiera en la cocina, que Purillo era muy inteligente aunque él no pudiera aguantarlo, que sus hijos no valían un pimiento y que daba igual porque todo se iba a ir a pique con la guerra.
En un momento dado, el viejo Balotta echó a Purillo de su casa. Éste se fue a vivir a Le Pietre, Las Piedras, una casa en la otra vertiente de la colina, que el viejo Balotta había comprado para sus dos hermanos, Barba Tommaso, y Magna Maria; un lugar que el viejo Balotta consideraba como una especie de confín, adonde enviaba desterrados a sus hijos por algún tiempo si le molestaban demasiado. Pero cuando envió allá a Purillo, resultaba evidente que aquello era algo definitivo; y la tarde que se fue, la señora Cecilia, en la mesa, lloraba, no tanto porque sintiera un afecto especial por Purillo, como porque le daba la impresión de que no volvería a tenerlo en casa, porque lo había tenido siempre, desde niño. Pero el viejo Balotta le dijo: —¿Supongo que no querrás malgastar tus lágrimas en Purillo? A mí, sin su fea cara delante, me sienta mejor la cena. Ni a Barba Tommaso ni a Magna Maria les preguntaron si estaban contentos de tener con ellos a Purillo. Por otra parte, él, Purillo, estaba muy poco con estos dos viejos.
A Purillo todos le tomaban el pelo, porque era muy fascista, y le hacían coplas cuando recibía a los jerarcas en la fábrica y se le disparaba el brazo con el saludo romano. Purillo sonreía arqueando su pequeña boca, y apartaba la mano de Raffaella que le propinaba, dura como el plomo, un puñetazo en el estómago.
Después vino la guerra, pero Purillo se libró, porque era estrecho de pecho; y había tenido una pleuritis de pequeño.
urillo salvó la vida de los Valota haciéndoles subir al coche. Conducía sin decir una palabra. Purillo —dijo el viejo Balotta—, puede que me salves la vida. Pero me sigues cayendo gordo, y no te trago. Y  Purillo esa vez dijo: —No tengo por qué caerle simpático a usted. Entonces, elviejo replicó: —Es verdad . Purillo al viejo Balotta lo trataba de usted, porque Balotta jamás le había dicho que le tratara de tú.
Se supo que Purillo se había escapado a Suiza y que había estado amenazado de muerte tanto por los fascistas como por los partisanos. La fábrica cayó en manos de un viejo aparejador, un tal Borzaghi. Pero al viejo Balotta la fábrica le importaba ya un bledo.
Purillo cortejaba a las muchachas decentes y se acostaba con las putas y las criadas. Pero jamás les había dado un problema, nunca le había tocado al viejo Balotta soltar dinero para sus historias de faldas.
Purillo, después de que volvió de Suiza al acabar la guerra, siguió teniendo mucho miedo; tanto, que antes de volver esperó un tiempo, sin terminar de decidirse. Estaba delgado, consumido por el pánico, y se quedaba en casa con la boina calada y el abrigo puesto, pues en Villa Rondine el agua de los radiadores se había helado y las calderas habían estallado: había que encender las estufas de leña que no tiraban y calentaban poco.
Le deprimía la desgracia de haber sido fascista, le parecía una estupidez enorme, imperdonable, que había marcado toda su vida. A veces hablaba de suicidarse. Vincenzino tenía que consolarlo y tranquilizarlo.
Le rogaba a Vincenzino que dijese a todo el mundo que él, Purillo, había salvado a Balotta, sacándolo del pueblo. Los fascistas habrían matado al viejo Balotta si él no lo hubiese llevado a Cignano. —En el pueblo eso lo saben —decía Vincenzino, y se le quedaba mirando. Le había odiado mucho, ¡había gastado mucho odio en aquellos bigotes, en aquella boina, en aquella nariz aquilina, había desperdiciado mucho odio, y también mucho miedo de que le arrebatase la fábrica, el poder, el afecto del padre o quién sabe qué! Ahora, de todo aquel odio no quedaba nada; y también eso era triste.
Raffaella venía siempre a ver a Purillo; le encendía las estufas, que se habían apagado, y le pedía consejos para el caballo. Purillo decía que él de caballos no entendía, pero que dé joven tuvo un amigo que tenía unas cuadras.
A Raffaella también le decía que quería suicidarse, porque se había equivocado, y su vida ya no tenía ningún sentido. Y ella le replicaba: ¿Estás loco? ¡Déjalo ya! Y le daba una palmada en la espalda con su mano dura como el plomo: —¡No eras tú sólo el fascista! ¡Italia estaba llena! Y después le decía: Afíliate a mi partido. —¿Yo, comunista? ¡Jamás!, exclamaba Purillo. —¿Pero no te has enterado de que ya no soy comunista? —decía Raffaella—. Soy trotskista. De Trotsky. Pero a ti quizá ni te suene quién era Trotsky.
Poco a poco, Purillo fue levantando cabeza; y volvió a trabajar en la fábrica. Volvió incluso a frecuentar a la gente, los Sartorio, los Terenzi, los Bottiglia. No quiso afiliarse a ningún partido. Decía que la política le daba náuseas. Sin embargo, por la noche, en casa del general Sartorio, a veces se lanzaba a decir: —Con todo, Mussolini era un hombre de una pieza. —Lástima que se aliase con los alemanes —decía—. Si no se hubiese aliado con los alemanes, las cosas habrían ido muy, pero que muy de otra manera, y si Italia, como Suiza, se hubiese hecho neutral. Y empezaba a hablar de Suiza, donde había pasado mucho tiempo, y que decía conocer como la palma de la mano. Y volvió a dar vueltas por las casas de labranza, como antes de la guerra, con una u otra excusa, y a acostarse con todas las criadas. En el pueblo tenía fama de donjuán y cuando veían una criada con un niño en brazos, se lo atribuían a Purillo. Luego empezó a correr la voz de que se casaba con Raffaella. Se quedaron estupefactos: —¡Purillo con Raffaella! —¡Pobrecilla —decían—, pobre Raffaella! ¡Qué desgracia!Y nadie, ni los hermanos de la novia, se creían que ésta pudiera estar enamorada de Purillo.
A Raffaella le obsequió como regalo de bodas una nevera. Empezaban a ponerse de moda, pero aún, en el pueblo, no había ninguna. Cuando se fueron a vivir a Villa Rondine, Raffaella Quería llevarse consigo el caballo, pero Purillo se lo prohibió. ¿Dónde meterlo? Allí no había cuadra. Villa Rondine no cambió mucho desde los tiempos de Xenia y Mario. Xenia al irse se llevó todos los muebles, pero Purillo compró unos parecidos, porque Purillo no tenía, como decía siempre Vincenzino, personalidad ninguna.
Raffaella y Purillo tuvieron un niño, que le pusieron Pepè.
Tomasino creía que Purillo debía tener una amante bariense, porque le daba siempre direcciones de barienses, era bariense incluso un mecánico, al que lo mandó una vez. Y estaba seguro que su hermana Rafaella era profundamente infeliz, que Sólo tenía a Pepè. Y no quiso hablar con ella porque no conseguiría nada, incluso, si lograra que hablase, la podía hacer todavía más desgraciada. A Raffaella —pensaba— ni siquiera se le pasa por la cabeza que no es feliz. Ha enterrado todo lo que piensa. Es infeliz, pero ni se lo plantea, para poder vivir. —Por otra parte —suponía—, siempre se termina viviendo así.
Xenia, la mujer de Mario, le contagió a Purillo las ganas de gastar dinero. Purillo se compró un Issotta-Fraschini. Se compró una cama abatible, como la que hay en los sanatorios, para estar más cómodo cuando leía por la noche, antes de coger el sueño. Y se hizo, junto a su cuarto, un lujoso baño con la bañera empotrada, aprovechando el tabuco donde tenía Magna María colgados antes los jamones.

GEMMINA
Gemmina, la mayor de las Valota, ,  era alta, delgada, con el pelo teñido con agua oxigenada y corto, con una cara larga y estrecha, toda mentón, y un color de cara manchado y marcado por un viejo sarpullido, que le había dejado como cardenales. Llevaba, en invierno, un abrigo casentino, un gorro con los pelos de punta y pantalones de esquí. Tenía siempre cosas que hacer e iba de arriba abajo, en su topolino, de Castello a Cignano y de Cignano a Castello. En Castello abrió una clínica y en Cignano una tienda de objetos de artesanía.
El viejo Balotta no la encontraba nada tonta, y decía que estaba hecha para los negocios. Sólo decía: Lástima que no es nada femenina.
Tenía más de cuarenta años. No se casó y vivía en Casseta porque al volver de Suiza, donde estuvo para la guerra, dijo que Cassetta no se la quitaba nadie. No se cansaba de repetirlo: Casseta era de mamá y papá, y no me la quita nadie. Era totalmente inútil hacerla entrar en razón de que mamá y papá eran también mamá y papá para los demás hermanos y no sólo para ella, de tal forma que se quedó en Casseta, sola, con una mujer de servicio, una vieja nodriza que había criado a todos sus hermanos.
Lo que más le gustaba organizar eran tés benéficos. Ponía en movimiento a ocho o diez chicas y enviaba una a casa de Magna Maria a por nueces, porque en Le Pietre hay muchas; luego las ponía en los panecillos de queso; a la otra la mandaba al panadero a Cignano a pedirle las sobras de los bizcochos que se pudieran moler en el molinillo de café, para luego hacer una pasta con polvo de cacao.
Era avara, y si fuera por ella, no tiraría nada, ni dinero ni nada. Pero conseguía que todo el mundo diera para su clínica y para los demás negocios ropa y dinero. Todo lo más, se desprendía, para loterías y cotillons, de trastos que tenía en casa con los que no sabía qué hacer. Cuando abrió la clínica, estaba allí desde por la mañana vigilando los trabajos, con su abrigo casentino.
Le gustaban las recepciones y las fiestas. Entonces se ponía muy elegante, con el abrigo de pieles, las joyas y unos trajes de noche que se los hacía en la ciudad una modista muy buena. Estaba todo el día de arriba para abajo, desde por la mañana hasta por la noche. Cuando llegaba a casa se tiraba en el sofá con una almohada debajo de las piernas, para favorecer la circulación de la sangre. Y se quedaba con los ojos cerrados, tratando de relajarse y no pensar en nada, porque leyó en una revista que relajarse era muy bueno para el cutis.
Estuvo enamorada de Nebbia. Fue una pena, porque se puso, por culpa del amor, mucho más fea y delgada. Para gustarle, se pintaba las mejillas y los labios con un rojo escarlata. Se pintaba mal, sin gusto, porque aprendió a maquillarse mucho más tarde, en Suiza, donde tenía una amiga que trabajaba en un salón de belleza. Lo esperaba a la salida de la fábrica, cada tarde, y todos sabían que esperaba a Nebbia; el único que no se había enterado era Nebbia, porque en las cosas del amor era un ingenuo, un estúpido que no se daba cuenta, y un despistado. Nebbia salía con sus orejas de soplillo, siempre rojas, con las gafas de concha y su boca grande y seria. ¿Qué hace aquí? —le decía—. Su padre se fue hace un rato.
Iba con Nebbia a la montaña, a veces solos, a veces con los hermanos de ella o con Purillo o con algunos otros empleados de la fábrica. Ella había dado clases de montañismo, un verano, en los Dolomitas. Una vez les sorprendió la tormenta, en alta montaña, y tuvieron que refugiarse en una roca y pasar la noche allí. Ya en su casa, ella se sentía destrozada, y en bata y sobre el taburete del baño, lloraba. Porque habían pasado la noche juntos, ella y Nebbia, en un palmo de terreno, y él no le había dado ni siquiera un beso. No obstante, se armó de valor y un díase lo espetó de golpe: Nebbia, creo que me he enamorado de usted. Y Nebbia la consoló diciéndole que la tenía por una buena amiga, pero que no la quería y que lo sentía mucho.
Entonces Gemmina decidió irse a Suiza. En Suiza tenía una amiga, y encontró trabajo en una agencia de turismo. Sólo volvió después de la guerra. Pero nunca quiso ir a ver, en la ladera detrás de Le Pietre, el lugar donde asesinaron a Nebbia. A veces, mientras conduce su topolino, Gemmina canta una canción que cantaban a coro ella y Nebbia y Vincenzino y Purillo, en el autocar, cuando volvían de la montaña. Sin embargo, jamás ha vuelto a la montaña. Conserva todavía, en una caja, un vaso de latón, completamente abollado. Es en el que ella y Nebbia bebieron juntos, la noche de la tormenta.

BARBA TOMMASO Y MAGNA MARIA
Barba Tomaso y Magna Maria eran hermanos del viejo Valota (pelotilla, a quienes despreciaba olímpicamente diciendo que el primero era, con todos sus respetos, un calzonazos y que la segunda era una retrasada.
Acogieron a Purillo tras que los Valota lo hubieran expulsado de su casa sin que nadie hubiera preguntado, ni al mismo Purillo ni a los dos hermanos, si estaban contentos con la situación. Aunque bien visto Purillo, estaba muy poco con estos dos viejos. Hacía las comidas con ellos; y después de la comida sacaba una pitillera forrada con piel de serpiente, con sus iniciales en oro y les ofrecía un pitillo a los dos y no se tomaba la molestia de decir nada más. En verdad, le tenían miedo y respeto. No osaron decirle nada cuando colgó en el comedor una fotografía suya bien grande en camisa negra y con el brazo tieso, entre los jerarcas que habían ido a visitar la fábrica.
Kate, por aquel entonces aún esposa de Vicentino,  iba a veces a Le Pietre. Barba Tommaso le salía al encuentro a la verja, y le besaba la mano, y aprovechaba para que la mano rozase ligeramente su mejilla de viejo, muy bien afeitada y rosácea: le gustaba que se dijese que era un libertino y que todavía, a los setenta años, echaba los tejos a las mujeres bonitas. Magna Maria estaba allí con su pelo gris muy bien peinado, su nariz roja y larga, y en la nariz una verruga, como un guisante de grande; le ofrecía un platito de albaricoques y un vaso de mistela; y abrazaba a Kate y la volvía a abrazar.
Magna Maria resultaba nada divertida. Cogió la costumbre de ir, cada domingo, a la montaña a hacer montañismo en verano y a esquiar en invierno, con Nebbia, Purillo y Raffaella. Nebbia decía que no esquiaba bien, porque no tenía estilo ninguno y se caía como un saco. Ella y Nebbia discutían siempre un poco, desde que se conocieron de niños.
No asistieron al funeral de Cecilia, la esposa de Valota, aludiendo que estaban enfermos en Le Pietre, con fiebre. (Fiebre de miedo , dijo el viejo.)

No obstante, después de la liberación, fue Magna María en coche con el mecánico para llevárselo a Le Pietre y le tendió dos dedos fláccidos, y la miró atravesado. Magna Maria, antes de partir de Caseta,  había barrido de enmedio los cristales y arreglado un poco las habitaciones con ayuda de la guardesa, pero ya no quedaban colchones ni sábanas ni cubiertos ni platos. El jardín era una pura devastación, justo allí donde en un tiempo se había visto pasear a la señora Cecilia entre las rosas con el delantal azul, las tijeras atadas a la cintura, la regadera en la mano. 


EL VIEJO BALOTA
Los dueños de la fábrica son los De Francisci. Al viejo De Francisci lo llamaban el viejo Balotta, el viejo pelotilla. Era pequeño y gordo, con una barriga completamente redonda que le rebosaba de los pantalones, y tenía unos grandes mostachos amarillos por los puros, que mordía y chupaba. Cuentan que empezó con un pequeño barracón. Andaba en bicicleta, con un viejo macuto de soldado, donde guardaba las provisiones, y comía al sol, apoyado en un muro del patio, se ponía perdida la chaqueta de migas y trasegaba el vino de la misma garrafa a morro. Aquel muro existe todavía y lo llaman el muro del viejo Balotta. Hay quien pensaba que Cuando vivía, no pasaban ciertas cosas. Era socialista. Siguió siendo socialista toda la vida; aunque, al llegar el fascismo, perdió la costumbre de decir en voz alta lo que pensaba, y en los últimos años se le puso un humor bastante melancólico y torvo; por la mañana cuando se levantaba olía el aire y le decía a su mujer, la señora Cecilia: ¡Qué tufo! No lo soporto. Y la señora Cecilia le replicaba que si ya no soportaba el olor de su propia fábrica. Y él se mantenía en sus trece: No, no puedo soportarlo más. No soporto más esta vida. La mujer volvía con que lo importante era que hubiera salud. Tú —decía el viejo Balotta a su mujer—, dices, como siempre, cosas nuevas y originales. Después tuvo una enfermedad de vesícula; y dijo a su mujer: Ya ni salud, no aguanto más. —Se vive hasta que Dios lo manda —dijo la señora Cecilia. Y el zanjó: ¡Qué Dios ni qué ocho cuartos! ¡Faltaría más que metieras a Dios en esto! El médico le había mandado una dieta de verduras hervidas, que no tenía más remedio que tomar en casa, sentado a la mesa; y también le había prohibido el vino, el puro y la bicicleta: lo llevaban a la fábrica en automóvil. Estaba siempre apoyado en el patio, en su muro; y aquel muro y aquel ángulo del patio es todo lo que queda del viejo barracón; el resto es un edificio de cemento armado, tan grande casi como todo el pueblo.
El viejo Balotta crió a un muchacho, pariente lejano suyo, que se había quedado huérfano; hizo que estudiara con sus hijos. Se llamaba Fausto, pero todos lo llamaban el Purillo, el «rabillo. Después del 8 de septiembre, Purillo fue una noche a Casseta a despertar a Balotta y a la señora Cecilia. Les dijo que tenían que vestirse rápido y escapar, porque los fascistas querían venir a detenerlos. Balotta protestaba; él no se movería; decía que en el pueblo todo el mundo le quería mucho y que ninguno se atrevería a hacerle daño. Pero Purillo, con un semblante duro como el mármol, echó mano de una maleta. Se puso las manos en la cintura, y dijo: No perdamos tiempo. Ponga un poco de ropa, que nos vamos. Entonces el viejo Balotta se dio por vencido. Y en Cignano, vivió en un pequeño apartamento alquilado.
Los fascistas fueron en efecto a Casseta, rompieron los cristales, y destriparon a bayonetazo limpio los sillones. La señora Cecilia murió en Cignano. Se apagó dulcemente, estrechando la mano de la dueña de la casa, con la cual había hecho amistad. El viejo Balotta había salido a buscar un médico. Cuando volvió con el médico, su mujer había muerto. No se lo podía creer. En el funeral no estaban más que él y Purillo, y la dueña de la casa. Barba Tommaso y Magna Maria estaban enfermos en Le Pietre, con fiebre. Después Purillo dejó de aparecer. Balotta estaba tan solo que casi lo echaba de menos. Preguntaba a la dueña de la casa a todas horas: ¿Pero dónde se ha metido Purillo? Y se supo que Purillo se había escapado a Suiza y que había estado amenazado de muerte tanto por los fascistas como por los partisanos. La fábrica cayó en manos de un viejo aparejador, un tal Borzaghi. Pero al viejo Balotta la fábrica le importaba ya un bledo.
La memoria empezó a flaquearle un poco. Se despertaba sobresaltado, y preguntaba a la dueña de la casa: ¿Dónde están mis hijos? Se lo preguntaba con aire amenazador, como si ella los tuviese escondidos en el armario de la despensa. Los hombres, los mayores, están en la guerra —decía la dueña de la casa—, ¿ya no se acuerda que están en la guerra? Y Tommasino, el pequeño, en el colegio. Y las mujeres, Gemmina en Suiza, y Raffaella en el monte, con los partisanos.
Después de la liberación se fue a Le Pietre con Magna Maria. Allí estaba Barba Tommaso, siempre igual, sonrosado, con su camisa limpia y los pantalones de franela blanca. El viejo Balotta se sentó y rompió a sollozar sobre el pañuelo, como un niño: Menos mal que Cecilia está muerta y no puede ver todo este desastre.
Al día siguiente vino el alcalde a llamarlo, que hiciese un discurso para celebrar la liberación. Había tal gentío en la calle, que estaban encaramados a los árboles y a los postes de telégrafo. Se apoyó con la mano en la barandilla, y dijo: ¡Viva el socialismo! Luego recordó a Nebbia. Levantó la boina, y dijo: —¡Viva Nebbia! Resonó un aplauso y él sintió un gran placer.
En su casa, Magna Maria mandó que lo metieran en la cama, porque estaba rojo, acalorado y se cansaba al respirar. Se murió esa noche. Y en el pueblo dijeron que no había habido ninguno de sus hijos cerca en el momento de la muerte. Un día después de que murió, llegó su hija pequeña, Raffaella, que había estado en el monte y había sido partisana. Al enterarse de la noticia soltó: —¡Qué desgracia, qué desgracia!

3.2.2. ELSA (LA PROTAGONISTA NARRADORA)
Elsa fue a la universidad. Vivía, junto a la menor de las Bottiglia, en el Hogar Protestante. Giuliana Bottiglia terminó magisterio y ella se licenció en letras; luego volvieron las dos al pueblo. Hace tiempo que no iba por el club de tenis. Jugaba bien, decían que tenía un golpe largo, un golpe muy bueno. Pero luego no se sabía por qué dejó de ir.
Elsa, ahora con veintisiete años, va a la ciudad dos veces por semana, más o menos, con una u otra excusa: cambiar los libros de la tía Ottavia en la biblioteca «Selecta»; comprarle a su madre los ovillos para bordar o los bizcochos de avena; o comprarle a su padre un tabaco inglés especial para pipa. Pero, en verdad llevaban ella y Tommasino ya meses y meses encontrándose así, el miércoles, y a veces el sábado, en la esquina de la calle; y hacían siempre las mismas cosas. Iban a una habitación, que Tommasino tenía alquilada, en Via Gorizia, en el último piso. No obstante, él le decía a veces: Te advierto que no me voy a casar contigo. Ella se echaba a reír y le decía: Lo sé. Volvían al pueblo en el último autobús, el de las diez de la noche. Se sentaban lejos el uno del otro como si no se conocieran. Bajaban en la plaza, , delante del Hotel de la Concordia, y cada uno tomaba una dirección distinta, él por la calleja escarpada que conduce a la Casa Tonda, ella por el sendero que bordea el bosque del general Sartorio.
En una ocasión, cuando se hallaban ambos en la ciudad, Tommasino estaba de un humor sombrío, y no hablaba. Le propuso ella entonces dar un paseo; y anduvieron mucho rato, en silencio, por el parque, junto al río. Se sentaron en un banco. Él le hizo una caricia en la cara y le dijo “pobre Elsa”. Entonces, ella le preguntó: —¿Por qué pobre?  ¿Por qué te doy pena? —Porque diste conmigo, que soy un infeliz, zanjó Tommasino de manera cortante.
Y cuando ella le interrogaba acerca del fingimiento de no conocerse cuando estaban en el pueblo, el lo justificaba en que eran raros. Incluso matizaba: por tu reputación. Como no me voy a casar contigo, no debo comprometerte. Ella se echaba a reír: Mi reputación me da risa. Pero también le decía a Tommasino que una sola cosa era verdad, que ella estaba enamorada y él no, que estaba enamorada ahora, antes, siempre, y él no. Él nunca.
Un día no le apeteció a Elsa subir al apartamento porque estaba seguro de que él no estaba enamorado de ella. Y aunque él siempre le dijo que no se quería casar y a Elsa no le importaba, sí que se recomendaba a sí misma paciencia, mejor que nada. Pero sabía muy bien que había probado, había querido ver si por casualidad se equivocaba. Y vio que no se equivocaba, en realidad no podía. Y ella, en ese instante, ante aquello, ya no podía decir paciencia. Para ella era un dolor que no podía aguantar. Sin embargo, una noche Tommasino fue, vistiendo traje oscuro,  a hablar con su padre para prometerse. Pero al poco tiempo, Elsa fue a casa de Tommasino a devolverle el anillo, y lo sacó del bolsillo, pequeño, con una pequeña perla, el anillo que él le había dado y que había pertenecido a su madre, la señora Cecilia. Él lo cogió, lo puso sobre la mesa y le preguntó si ya no quería casarse. Ella le dijo que no, que cómo podía pensar que seguía queriendo casarse, después de las cosas que se habían dicho. Y después de mirar en derredor, le confesó: —Había imaginado todo con demasiada claridad. Me había imaginado a ti y a mí, aquí, en esta habitación, en esta casa. Había imaginado todo con muchísima exactitud, hasta el más mínimo detalle. Y cuando se ven las cosas futuras con tanta claridad, como si ya estuviesen sucediendo, entonces es señal de que no deben suceder nunca. Porque ya han sucedido, en cierto sentido, en nuestra cabeza, y no se puede consentir que sucedan de verdad. Es como algunos días en que el aire está demasiado claro, demasiado límpido, se ven los contornos recortados, netos, precisos, y quiere decir que va a llover.
Su madre, cuando se enteró de la ruptura, lloró, se desmayó, y hubo que llamar a la señora Bottiglia, que se quedó asistiéndola toda la noche.
En el pueblo dijeron muchas cosas. Dijeron que Elsa había dejado a Tommasino porque, yendo a Villa Rondine un día temprano, lo había encontrado en la cama con la hija de Betta, que tiene sólo quince años. Dijeron que le había dejado porque su padre, como contable, había descubierto que la situación de la fábrica peligraba. Dijeron que él la había dejado, porque ella tenía muchos amantes. Dijeron que la había dejado porque se había sabido que tomaba morfina, junto con Gigi Sartorio.

LOS PADRES DE ELSA
La madre de la protagonista, en definitiva de la narradora, DE la que al final se sabe que se llama Matilde, era sumamente hipocondríaca. Cuando no notaba un picor en la garganta, como si le doliera al tragar, tenía la tensión alta, cosa que se sentía orgullosa. Incluso, mostrábase contenta por haber alquilado una vivienda encima de la farmacia, ya que según ella era cómodo tenerla justo debajo si le hacía falta, pues solo le bastaba con bajar unos escalones. Su amiga, la señora Bottiglia—, le aconsejaba que no comiera carne y desterrase la costumbre del café. Pero el disgusto más punzante para la madre de Elsa era que su hija no se casaba; era un disgusto que la mortificaba, aunque, de momento, le consolaba el hecho de que ninguna de las Bottiglia, con treinta años, se hubiera casado todavía. Durante mucho tiempo, acarició el sueño de que se casara con el hijo del general Sartorio; sueño que se disipó cuando le dijeron que el hijo del general Sartorio era morfinómano y no se interesaba mucho por las mujeres. Y cuando repasaba mentalmente los hombres del pueblo con los que se podría casar su hija, pasaba por alto a Tommasino, quizá lo encontraba demasiado rico; bastante inalcanzable. Y luego lo encontraba raro, encontraba que iba vestido como un pobre. Y decía que todos los hijos de Balotta, por una cosa o por otra, vivos o muertos, siempre fueron extravagantes, y que atraían las desgracias. Por supuesto que no sabía de la existencia de Via Gorizia. Raras veces bajaba a la ciudad y cuando miraba a Elsa, mientras cenaba en la cocina, el miércoles por la noche, qué lejos estaba de imaginar que Elsa y Tommasino, unas horas antes, estaban juntos, en Via Gorizia, en el último piso. En cambio, su  marido, el contable de la fábrica, el que muy avanzada la novela se sabe de su nombre, Ignacio, veía con buenos ojos a Tommasino, porque quería al viejo Balotta, y habían estajuntos, en la primera guerra, en el Carso.
Durante la guerra evacuaron a toda la familia. Primero a Castello, y luego a Castel Piccolo, por miedo a que bombardearan el pueblo, por culpa de la fábrica. En Castello Matilde tenía pollos, pavos y conejos. Incluso había preparado una colmena. Pero debía tener algún defecto, porque las abejas se murieron todas, con la nieve. En Castel Piccolo ya no quiso tener animales. Decía que cuando los asistía, se encariñaba con ellos, y luego no podía cocinarlos. Luego, en el pueblo, volvió a tener algunos animales en su granja, que se llamaba la Vigna, la Viña; estaba hacia el bosque de Castello, más o menos a un kilómetro. Matilde iba dos o tres veces a la Viña por semana, pero no hacía ya migas con los bichos, y los cuidaba la guardesa; Antonia los mataba, les quitaba las plumas o los desollaba, y el ama les daba vueltas en la cazuela sin inmutarse, porque no se paraba a pensar que tenían antes plumas o pelos.

FAMILIA BOTTIGLIA
La señora Bottiglia era alta y delgada, con una cara arrugada, morena, gafas grandes con montura de concha, mandíbulas cuadradas. Se ponía un sombrero de paja, un delantal, y llevaba, en los pies, sin medias, zapatillas. Se le notaba la pierna bronceada, la pantorrilla atravesada por una vena hinchada, de color azul celeste. No obstante ella decía que no era una varice  porque no le dolía, y se tocaba la vena con el dedo—. Tenía confianza con la madre de Elsa y de vez en vez le encargaba a la misma Elsa que le comprase en la ciudad un sobre de levadura de cerveza. Mañana quiero hacer la tarta del paraíso. Tenemos a comer a Purillo. Le gustaba hablar de su hija cuando iba al tenis con Gigi Sartorio, aunque en verdad ésta no jugaba, solo se dedicaba a ver, porque gigi tenía un brazo en cabestrillo.
Si uno no se deja ver un poco, empiezan a decir que se da pisto y dejan de buscarle, reflexionaba Elsa. En cambio, a las chicas de Bottiglia las invitaba todo el mundo. A las chicas de Bottiglia les llamaban «niñas, aunque la más joven tenía ya veintinueve años. El abogado Bottiglia era el administrador de la fábrica. Todo el pueblo vivía en función de la fábrica.
Giuliana Bottiglia, la hija,  llevaba medias negras, que entonces estaban de moda, guantes negros de gamuza, un impermeable blanco muy corto y un pañuelo de seda negra en la cabeza. Se marcaba las ondas con un peine y el pelo, que era negro, le caía hueco, con algunos rizos sobre las sienes. Otras veces, en cambio, llevaba una falda blanca plisada, un jersey blanco y sobre los hombros otro pañuelo, en el que estaba estampado el plano de Londres.
Un día le dijo a Elsa que  ya no le contaba nada, que antes era su amiga, y en la puerta le soltó sin volverse: Te han visto. Te han visto con Tommasino. En otra ocasión le comentó que si al menos se le viese contenta No le diría nada, porque a veces ni siquiera le parecía contenta. Tienes una manera de andar que se ve que no estás contenta, le atosigaba y sentenciaba: Te echas el pelo hacia atrás, caminas muy segura y vas que te comes el mundo. Pero tienes una expresión triste. Y Elsa le cambiaba de tema y le preguntaba: —¿Es verdad que Gigi Sartorio toma morfina? Y  Giulianna replicaba: No toma ninguna morfina. Ahora toma cibalgina, porque le duele el brazo.
Y es que en casa de elsa el matrimonio de Giulianna era la comidilla: en opinión de la madre de Elsa, en absoluto se iba a casar porque eran ya muchos años que se les veían juntos a ella y a Gigi Sartorio. Si fuesen a casarse yo sería la primera en saberlo. Su madre, Netta Bottiglia, y yo estamos juntas desde por la mañana hasta por la noche, aclaraba.


VICENZINO Y SEÑORA
Vincenzino era un chico pequeño, gordo, rubio, rizado como un cordero. Iba siempre sucio y desarrapado. Le gustaba la música y al llegar el crepúsculo, se ponía a tocar el oboe o el clarinete o la flauta. Al oírlo, el viejo Balotta se quejaba: ¿Pero se puede saber por qué tengo que oírlo balar siempre así?
En la escuela, Vincenzino no fue bien. A las preguntas más sencillas respondía en voz baja y con razonamientos prolijos. Su padre no lo aguantaba y alguna vez lo enviaba a Le Pietre un tiempo. Y no debe de ser tonto del todo —decía a su mujer. Después fue a la universidad. Su padre quería que se matriculase en la facultad de económicas, como Mario, que iba ya en segundo curso. Sin embargo, se matriculó en la escuela de ingenieros, como el Purillo.
Vivían él, Purillo y Mario, en un apartamento amueblado, con una mujer que iba a cuidarles. Purillo se tiraba a la asistenta. Vincenzino detestaba a Purillo. Coincidió, en el politécnico, con Nebbia y estrechó lazos con él y fue su primero, último y único amigo.
Conoció, un verano, en San Remo, a una chica brasileña, que estudiaba música. Vincenzino volvió a Casseta y puso en la mesa de su cuarto el retrato de la brasileña. Balota le comentó a su mujer que el tonto del haba había sido capaz de haberse prometido. Y su mujer apuntaba: Ésa lo va a llenar de cuernos, de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies.
Hacia Navidad vino a la ciudad la chica con la mamita, el papito y el Fifito, que era un hermano de doce años. Una noche Purillo, se encontró a Vincenzino que estaba hasta la coronilla porque no sabía cómo librarse de ellos. Nebbia y Purillo fueron al papito y la mamita y dijeron que Vincenzino por el momento no podía pensar en casarse. La mamita se echó a llorar. Después pidieron dinero. Obtuvieron todo lo que querían, y regresaron al Brasil.
Luego a Vincenzino le tocó hacer el servicio militar. Estaba siempre arrestado porque era totalmente incapaz de ser puntual y de hacer las cosas. Al final, después de la mili terminó la carrera y su padre lo mandó a América un año. Allí leyó libros de psicoanálisis, y descubrió que tenía el complejo de Edipo y que había tenido un trauma en la infancia desde que vio al Purillo matando un perro a pedradas.
Se casó y el matrimonio se fue a vivir a Casa Mercanti, o de los Comerciantes, justo al final del pueblo. Su mujer se llamaba Cate. Era alta, guapa, con una melena de pelo rubio, y se había casado sin estar enamorada. Pero pensó que él era rico y ella no. Por su parte, Vincenzino se había casado con ella sin estar enamorado. Pensó que era sana, sencilla, que era una buena chica. Pensó incluso que una boda así tenía que gustarle a su padre. Porque se parecía de alguna manera al matrimonio del propio Balotta, quien también había elegido a Cecilia en un pueblo cercano, y la eligió porque era rubia, pobre y sana.
Pero cuando se casó con ella, Vincenzino comprendió que no tenía nada que decirle. A ella, por las tardes, le daban unas grandes lloreras, encerrada en su cuarto. Después, tuvieron los niños. Nació un varón, luego una niña, y luego otra vez un varón. Cate dejó de llorar. Entonces probó a gastar dinero, en vista de que tenía mucho. Se llegó a encargar un abrigo de pieles; pero no se lo ponía casi nunca, porque le parecía que le daba un aire, como decían en su casa, de vieja cangura. Una palabra que significaba, en la jerga de las hermanas, una señorona.
Más adelante se alegró y se hizo amiga de todo el mundo. Así, empezó a ir a las fiestas y a los bailes. Como a veces la acompañaba Purillo, en el pueblo empezaron a decir que era su amante. Conoció a un violinista, amigo de Xenia, que se alojaba aquellos días en Villa Rondine. Y cuando Vincenzino le preguntó que si se había acostado con el violinista ella dijo que no. Pero sentía una losa en el corazón, por haber mentido. Después comenzó a acostarse con todos los que se le ponían por delante. Incluso se acostó con Purillo. Y ella se decía: ¿Por qué se ha echado a perder todo, todo? Después de la guerra, Vincenzino y Cate se separaron. Los niños y su madre marcharon a Roma.
Vincenzino era de la izquierda cristiana y había hecho la guerra en el frente griego, lo hicieron prisionero y lo llevaron a la India. Volvió a Italia más de un año después de acabada la guerra. Iba a Roma una o dos veces al mes, en coche, a ver a sus hijos. No se veía jamás con su esposa. Una vez les llevó a sus hijos una flauta. Pero a ellos nos les interesaba la música y, en cambio, les gustaba la mecánica.
La izquierda cristiana se disolvió y él ya no pertenecía a ningún partido. Escribió un libro sobre el tiempo que estuvo en la cárcel en la India, y obtuvo un éxito clamoroso. En ese momento, en la fábrica, mandaba él solo.
Vincenzino se encariñó con Tommasino, el hermano más pequeño. En verdad, aunque conocía en esos momentos mucha gente en la ciudad, sólo le gustaba estar con los de su familia. Les contaba sus proyectos para la fábrica. Tuvo un accidente de automóvil, cuando iba a Roma a ver a sus hijos. Iba solo y el coche derrapó en el asfalto. Lo encontraron poco después unos de un pueblo, volcado sobre el volante, y llamaron a una ambulancia. Murió en el hospital. Purillo, al que avisaron por teléfono, llegó a tiempo de hablar con él. Tommasino no, no llegó a tiempo.

 RAFFAELLA
Raffaella era el cuarto de los hijos del matrimonio Balota y la más joven de las dos mujeres (la otra era Gemmina). A sus dieciocho años era como un muchachote desmañado. Se liaba a jugar con los niños, y les obligaba a hacer en el río juegos demasiado ruidosos y peligrosos. También  se bañaba con Purillo, aunque éste se aburrió pronto. Cogió la costumbre de ir, cada domingo con Nebbia, Kate y Purillo, a la montaña a hacer montañismo en verano y a esquiar en invierno. Se comportaba siempre como una gamberra, hacía los descensos gritando como un salvaje y con sus manos duras como el plomo daba unas palmadas brutales en la espalda de todo el mundo. Se divertía gastándole bromas a Purillo, al que le pasaba el jabón cuando le pedía queso, o queso cuando le pedía jabón. Como había estado en la guerra de partisana, conocía el lugar donde habían asesinado a Nebbia, en Le Pietre, y se lo enseñaba a quien se lo pedía, una roca grande, alta, picuda y manchada de líquenes.
Tras la guerra volvió al pueblo. Llegó un día después que había muerto su padre, y como había estado en el monte y había sido partisana, llevaba pantalones, un pañuelo rojo atado al cuello y una pistola en la funda. Estaba ansiosa de que su padre la viera con la pistola, pero al encontrar a Magna Maria en la verja, con un velo negro en la cabeza, y romper a llorar nada más verla gritando qué desgracia, qué desgracia, se lo supuso. En verdad, el viejo Balota siempre le guardo rencor a Nebbia porque se había casado con la hija del farmacéutico de Castello y no había querido a ninguna de sus dos hijas, en particular a Raffaella.
Por su condición de partisana no conseguía habituarse de nuevo a vivir de una manera tranquila. Se afilió al partido comunista, y daba vueltas por el campo en bicicleta, cargada de panfletos. Luego se fue a vivir con Tommasino a un pequeño piso en el centro del pueblo, detrás de la fábrica. Comían en el restaurante de la Concordia. Pero Purillo les dijo que podían hacerse una buena casa. Raffaella no quería y decía que ese dinero no era en absoluto de ellos, sino de los obreros. Sin embargo, se la hicieron. Una casa muy moderna. Estaba sobre Villa Rondine, en la cima de la colina. Entonces aprovechó para comprarse un caballo, porque tenía la manía de los caballos desde pequeña.
Raffaella dejó el partido comunista y se afilió a un pequeño partido de comunistas disidentes, que tenía sólo tres militantes en toda la zona. Luego empezó a correr por el pueblo la voz de que se casaba con Purillo. Vincenzino, que comía todos los días con ella,  se enteró por Gemmina, y se quedó estupefacto. Purillo —dijo Gemmina— eso debía tenerlo ya pensado y calculado de sobra. Quizás desde cuando vivían mamá y papá porque Purillo es como las serpientes, que tienen la vista larga, y menos mal que no está aquí el viejo Balotta y no ve una cosa así. Y al final, Raffaella le confirmó a Vicentino que se casaba con Purillo, que estaba enamorado de él.
Como regalo de bodas, tuvo de Purillo una nevera. Pero, no le dejó que se llevara el caballo. Quedó atendido por los hijos de la guardesa. Al principio Raffaella iba casi a diario a verlo; luego se olvidó y terminaron por venderlo.
Raffaella y Purillo tuvieron un niño, que le llamaron Pepè. Raffaella, como madre, era muy aprensiva. Lo sacaba a pasear embutido en lana. Y no hacía otra cosa que ponerle y quitarle chaquetitas y pantaloncitos. Ni soñando se le ocurría zambullirlo en el agua helada del río, como hacía, hace muchos años, con los hijos de Cate y Vincenzino. Su partido seguía siendo el de los comunistas disidentes. Pero en esos instantes pensaba poco en ello, y se acordaba sólo de vez en cuando, más que nada, para molestar a Purillo, al que los comunistas, disidentes o no, le daban dolor de estómago.

TOMMASINO
Tommasino estuvo en el colegio en Salice y luego se matriculó en agrícolas. Era un chico alto y delgado. Se quedó en su casa atendido por Betta, la guardesa, una mujer baja, gorda, ancha, con su vestido de percal de lunares blancos, y como lo conocía desde pequeño, lo trataba de tú: ¿Entonces te ha gustado el bistec, Tommasino? Ahora termino los platos, luego barro, y después lavo aquellos dos paños. Y después pongo a remojo las judías, de manera que mañana, cuando venga, las pongo a cocer con un poco de perejil, ajo y panceta curada. ¿Eh? Ella hacía de Pepito grillo y le refutaba que estuviera siempre solo y le aconsejaba que buscase una chica guapa, porque le decía que era rico, guapo y joven, y en el pueblo había muchas chicas guapas, ricas y buenas, que le estaban esperando; que si ella tuviera mucho dinero, no se quedaría allí. Se iría por ahí, a disfrutar del mundo; que, aunque  la fábrica se la había soplado el Purillo, no le debía importar porque así no tenía preocupaciones, y el dinero a fin de mes lo veía lo mismo.
Cuando se quedaba solo, por la noche, y si le venían ideas, hablaba en el magnetófono, el cacharro como decía la criada y que lo tenía en la mesita. Luego se lo llevaba a su cuarto a la cama, porque cuando estaba en la cama y estaba a punto de dormirse, todavía le venían más ideas. Decía algo, escuchaba su propia voz que balbuceaba indecisa, como una extraña y lastimosa presencia en la casa vacía. Colocaba la cabeza en la almohada, apagaba la luz, y se dormía. Tommasino pasaba así casi todas las noches. O iba a Villa Rondine, donde Raffaella y Purillo. O, alguna vez, acudía a alguna fiesta y bailaba con las chicas si era un vals. No sabía bailar otra cosa, sólo el vals.
En el pueblo todos lo conocían, lo saludaban. Él respondía llevándose la mano a la frente, en una especie de saludo militar, pero nada marcial. Es un saludo que se le quedó del colegio. Vestía un abrigo viejo, demasiado corto, con los puños gastados, con los bolsillos deformados. Gemmina desde hacía tiempo le venía diciendo que tenía que hacerse uno nuevo. Iba  casi todos los días a la fábrica. A veces no encontraba nada que hacer allí. Tenía un despacho bonito, una mesa bonita, un teléfono con muchos botones. Pero no hacía nada allí.
Vincenzino y Tommasino hicieron buenas migas. Al morir el primero, quedaron sin realizar muchos de sus proyectos: planos para la fábrica, comedores, residencia, viviendas para los obreros. Pensaba que su hermano pequeño lo conseguiría. Y en cambio éste no fue capaz de hacer nada. A Purillo siempre le decía que sí. No tenía ganas de contradecirle, de discutir. Agachaba la cabeza y decía que sí.
Mantuvo una relación medio secreta con Elsa, Quizá porque él no se quería casar y así se lo decía: —Tú tienes que encontrar alguien que se case contigo. Quizás no ahora mismo, dentro de un tiempo. No tienes ninguna necesidad de casarte ahora mismo. ¿Qué prisa hay? También estás bien conmigo así. Sí, el miércoles y el sábado, ¿no? No digo que esto sea lo ideal para ti . Y me preguntarás si es lo ideal para mí. Pues bien, yo no tengo ideales. Pero no me digas pobre Tommasino, porque no soy pobre. Cómo voy a serlo con todo el dinero que tengo.
Cuando rompieron, se extrañó de la serenidad de Elsa, de que  no llorase y se preguntó qué iba a hacer él en esos momentos. Y ella le dijo con sorna: siempre tendrás la programación lineal. Eso sí, siempre la tendré —dijo, y se rio.
Al final harían los dos lo que habían hecho siempre. Él le deseó, enroscándose el pelo en el dedo—, que encontrase un día un hombre mejor que él. Porque el creía que le faltaba una verdadera fuerza vital. Ésa era su principal carencia. Sentía como un escalofrío de espanto, cuando iba a entregarse. Quería entregarse, y sentía como un escalofrío. Otro, a un escalofrío, así, tal vez no le hiciera caso y lo olvidase pronto. Pero él lo llevaba en mitad del corazón. —Porque tenía siempre como la impresión de que ya habían vivido bastante los otros antes que él. Que ya habían consumido todos los recursos, toda la fuerza vital que había disponible. Los otros, Nebbia, Vincenzino, su padre. A él no le había quedado nada. —Los otros —pensaba—, todos los que han vivido en este pueblo, antes que yo. Y es que le parecía que él no era más que su sombra, que no había sido capaz de hacer nada, que a Purillo siempre le decía que sí, que no tenía ganas de contradecirle, de discutir, que agachaba la cabeza y le decía que sí. (—Quizás también, pensaba para sí, precisamente, porque es estúpido, y no se ha enterado de que ya está gastada toda la fuerza vital disponible en este pueblo.) —¡Lo que puede pesar un pueblo! , reflexionaba. Y proseguía en su pensamiento: ¡Pesa como el plomo, con todos sus muertos! ¡Cómo me pesa nuestro pueblo, tan pequeño, un puñado de casas! ¡Jamás podré librarme, jamás podré olvidarlo! ¡Ni aunque termine en Canadá lo dejaré atrás! Y procedía así porque muchas veces le asaltaba la idea de marcharse para encontrar un poco de carga vital. 

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