Miguel Ramos
Carrión, fue periodista, comediógrafo y humorista. Con
Vital Aza, formó uno de
los dúos de dramaturgos cómicos más celebrados del género chico. Conocido
también por el seudónimo "Boabdil el Chico", nació en Zamora, en
1848. Su primera obra, escrita con Eduardo Lustonó, fue adquirida por el famoso
empresario Arderius, quien la estrenó en su no menos célebre teatro De los
Bufos (1866). La pieza, que se titulaba “Un sarao y una soirée”,
obtuvo éxito. Se especializó en comedias y zarzuelas; colaboró con autores
como Vital Aza, con obras como “Los sobrinos del capitán Grant” o “La bruja”.
Su título más famoso es “Agua, azucarillos y aguardiente”, que musicalizó
Federico Chueca. Fue secretario de la Sociedad de Autores y fundó el semanario
satírico “Las Disciplinas”. Sus chascarrillos y versos jocosos se publicaban en
“Blanco y Negro”. Falleció en Madrid, en 1915. La ciudad de Zamora le honra con
el nombre de una calle céntrica, así como el
Teatro Ramos Carrión.
POEMA: "EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS”
Desde la
ventana de un casucho viejo
abierta en
verano, cerrada en invierno
por vidrios
verdosos y plomos espesos,
una
salmantina de rubio cabello
y ojos que
parecen pedazos de cielo,
mientras la
costura mezcla con el rezo,
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
Baja la
cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en
dos filas pausados y austeros,
sin más nota
alegre sobre el traje negro
que la beca
roja que ciñe su cuello,
y que por la
espalda casi roza el suelo.
Un
seminarista, entre todos ellos,
marcha
siempre erguido, con aire resuelto.
La negra
sotana dibuja su cuerpo
gallardo y
airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a
hurtadillas y con el recelo
de que sus
miradas observen los clérigos,
desde que en
la calle vislumbra a lo lejos
a la
salmantina de rubio cabello
la mira muy
fijo, con mirar intenso.
Y siempre que
pasa le deja el recuerdo
de aquella
mirada de sus ojos negros.
Monótono y
tardo va pasando el tiempo
y muere el
estío y el otoño luego,
y vienen las
tardes plomizas de invierno.
Desde la
ventana del casucho viejo
siempre sola
y triste; rezando y cosiendo
una
salmantina de rubio cabello
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a
todos: ve solo a uno de ellos,
su
seminarista de los ojos negros;
cada vez que
pasa gallardo y esbelto,
observa la
niña que pide aquel cuerpo
marciales
arreos.
Cuando en
ella fija sus ojos abiertos
con vivas y
audaces miradas de fuego,
parece
decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de
ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy
tuyo, me muero, me muero!
A la niña
entonces se le oprime el pecho,
la labor
suspende y olvida los rezos,
y ya vive
sólo en su pensamiento
el
seminarista de los ojos negros.
En una
lluviosa mañana de inverno
la niña que
alegre saltaba del lecho,
oyó tristes
cánticos y fúnebres rezos;
por la
angosta calle pasaba un entierro.
Un
seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro,
llevaban en hombros el féretro,
con la beca
roja por cima cubierto,
y sobre la
beca, el bonete negro.
Con sus voces
roncas cantaban los clérigos
los
seminaristas iban en silencio
siempre en
dos filas hacia el cementerio
como por las
tardes al ir de paseo.
La niña
angustiada miraba el cortejo
los conoce a
todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan
sólo faltaba entre ellos...
el
seminarista de los ojos negros.
Corriendo los
años, pasó mucho tiempo...
y allá en la
ventana del casucho viejo,
una pobre
anciana de blancos cabellos,
con la tez
rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la
costura mezcla con el rezo,
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
La labor
suspende, los mira, y al verlos
sus ojos
azules ya tristes y muertos
vierten
silenciosas lágrimas de hielo.
Sola, vieja y
triste, aún guarda el recuerdo
del
seminarista de los ojos negros...
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