Como cada semana comenzamos nuestro taller de lectura con un poco de poesía:
En su alma el Guadalquivir era afluente del Sena, o al revés, qué más da. Era poeta de los de mirar al sol más que a la luna, y a las señoritas más que a los atardeceres.
También
suspirar de vez en cuando, pero no con afectación romántica -eso nunca-, más
bien con cierto disfrute de la melancolía más voluptuosa, y para dedicar luego
media sonrisa al mundo, entre la compasión y el desprecio. De todo eso le curó
su mujer a fuerza de rezar el rosario, cuando casi se estaba ahogando en el
ajenjo.
Su infancia,
por supuesto, también son recuerdos del patio de Sevilla, hasta que su familia
-folcloristas andaluces- vino a Madrid, a Claudio Coello, -por cierto que algo
tendrá esa calle que también la eligió Bécquer para rimar sus últimos versos, y
Cela para escribir su primera novela-.
Apenas
terminó -con brillantez- sus estudios en la Institución Libre de Enseñanza, y
enseguida se lió con las noches y las faldas, tanto que su madre lo metió en un
tren otra vez para Triana. Allá le esperaba, ya enamoradita, su prima Eulalia
Cáceres, aunque demasiado formal para el Manuel de entonces, alborotado,
flamenco, sensual, que llenó la maleta de todo eso, puso también algo de las
primaveras sevillanas y acabó en París.
¡Ser poeta en el París de ese fin de siglo,
mientras se cumplen veintitantos! Vivir realizando traducciones, compartir piso
con Rubén Darío, tomar absenta con el último Oscar Wilde; firmar manifiestos
simbolistas, hacer versos perfectos -como los de Adelfos- y escribir cuentos
deliciosos -como Reconciliación-; amar muchísimo durante un par de semanas y
olvidarse luego, brindar a litros por Verlaine; ser casi un personaje de
Murger, y en fin, vivir mucho y matarse un poco, pero si hay que elegir la
forma de perderse, no es mala esa bohemia finisecular, parnasiana y parisién.
Regresó a Madrid, a las tertulias y también a
las noches. Publicó Alma y se coronó como poeta, casi a la vez que lo hacía su
hermano Antonio. También aplaudieron mucho lo que escribieron a medias, pero
empezaban a dolerle los vacíos, y volvió entonces a la novia familiar y
sevillana, a Eulalia, y se casó para curarse de París, porque si no París lo
mata. Como tantos, le sonrió a la República y se desengañó bien pronto. En el
34 le echaron -por derechista- del periódico liberal en el que colaboraba.
Cosas de Eulalia, probablemente. También fue idea de su mujer acudir a Burgos
en julio del 36, para visitar a un familiar suyo, y allí estaban cuando sonaron
los primeros balazos de la guerra. Manuel escribió un par de sonetos que
ensalzaban a Franco y a José Antonio, sin sospechar que estaba firmando su
marginación cultural. Es archiconocida, pero inevitable, la anécdota de Borges
al llegar a Madrid en los setenta y ser preguntado por Antonio Machado. “No
sabía que Manuel tuviera un hermano”, respondió el argentino, protestando así,
muy a su manera, por el cerco de silencio de la cultura de izquierdas. Pero
entonces, en mitad de una guerra, Manuel se preocupaba de otra posteridad muy
distinta. Rezaba el Rosario todos los días, olvidando que fue el apóstol de
Montmartre. Todavía volvió a Francia para enterrar a su hermano, y al llegar
tuvo que darle tierra también a su madre. Él aún viviría diez años más, y
cuando al fin Eulalia se quedó viuda ingresó en un convento de Barcelona. Es
una vida bonita la de ella: salvar a un poeta y terminar monja.
Nació en Sevilla en 1874, le hicieron
académico en el 38. En algún momento de su vida él se vio así:
“Esta es mi
cara y ésta es mi alma. Leed:
Unos ojos de
hastío y una boca de sed...
Lo demás...
Nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe...
Calaveradas,
amoríos... Nada grave.
Un poco de
locura, un algo de poesía,
una gota del
vino de la melancolía...”
Murió en
Madrid en 1947.
(De
Intereconomía)
EL POEMA:
“CASTILLA”
El ciego sol
se estrella
en las duras
aristas de las armas,
llaga de luz
los petos y espaldares
y flamea en
las puntas de las lanzas.
El ciego sol,
la sed y la fatiga.
Por la
terrible estepa castellana,
al destierro,
con doce de los suyos
—polvo, sudor
y hierro— el Cid cabalga.
Cerrado está
el mesón a piedra y lodo...
Nadie
responde. Al pomo de la espada
y al cuento
de las picas el postigo
va a ceder...
¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los
terribles golpes,
de eco ronco,
una voz pura, de plata
y de cristal,
responde... Hay una niña
muy débil y
muy blanca
en el umbral.
Es toda
ojos azules y
en los ojos lágrimas.
Oro pálido
nimba
su carita
curiosa y asustada.
"Buen
Cid, pasad... El Rey nos dará muerte,
arruinará la
casa
y sembrará de
sal el pobre campo
que mi padre
trabaja...
Idos. El
cielo os colme de venturas...
¡En nuestro
mal, ¡oh Cid! no ganáis nada!"
Calla la niña
y llora sin gemido...
Un sollozo
infantil cruza la escuadra
de feroces
guerreros,
y una voz
inflexible grita: "¡En marcha!"
El ciego sol,
la sed y la fatiga.
Por la
terrible estepa castellana,
al destierro,
con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga
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