En este post andaremos por la zona más alta de la ciudad y la Hoz del Jucar
"Ciudad,
ciudad de sombras; dentro de unos segundos, ciudad de luz. Arriba tiembla un
pabilo en la cresta de la veleta de San Pedro, como una lanza defensora del
paisaje. Voy, camino alante, viajero conquense. Vengo de los cerros de San
Isidro, donde asistí a la fiesta del amanecer.
Para
el viajero exótico, Cuenca, la ciudad abalanzada al verde Júcar, es un festín
único, fiesta de la luz y del espacio, olla de verde y sol, aderezada con el
graznido de los grajos. Surgen humos por los tejados, quizá precisamente donde
habita el pintor Víctor de la Vega. La playa suena abajo, a mis pies, mientras
alguien pasea ya, de amanecida con su perro; el perro ladra al tresbolillo de
las olas que nacieron cerca de La Mogorrita, donde nacen los ríos, los vientos,
las lluvias... La playa, el viejo «tablón» de la juventud, de cuando éramos
niños y nos jugábamos un tedio en los safaris de lagartijas y pezpítalos,
asaetados de sol maduro de agosto. Había olor a melones maduros, el prematuro
de los membrillos verdes. El Júcar suena, arrastra toda el agua de la Serranía
con ecos de hachas, de resina, de canciones ahitos de toneladas de pinos
pelados.
Bajo. El guardia civil se recorta
contra los milenios de la cárcel y vuelven los olores atados al burro cargado
de leña:
— ¡Arre, burro! —el serrano
asienta la carga, mientras medita inmerso en la duermevela de la amanecida
agosteña.
Esas
casas son vida, asomadas al cuello quebrado de las hoces (la luz del mundo se
ampara en ellas), y los habitantes, los pájaros y los insectos, las mariposas,
caminan hacia un único destino: la paz del Huécar; y el silencio de la yerba, y
el mutismo de las Casas Colgadas que saludan con pétreos gritos el día puro,
transparente, como si fuera el único aire del cosmos, habitando en los agujeros
de la telaraña hecha caliza.
San Pedro abajo, guarida de
maestros del color, está desierto. La mañana tiene ese ansia de vida, de seres
que reposan todavía.
—Buenos días —la vieja, negro el
vestido, hace la señal de la cruz. Suena la esquila del convento cercano.
—Buenos, buena mujer.
Casco antiguo y Torre Mangana |
Grau
Santos, el pintor de los cielos, de las tierras de Cuenca, está apoyado en el
quicio de la tierra, aquí está el mismísimo centro del Planeta. Quizá piensa que
vivir en Cuenca merece todos los sacrificios del mundo. Y bajamos camino de la
Plaza Mayor a tomar un café en el Mangana.
La
Plaza está desierta. No es hora aún; la vida viene después, los coches
empezarán a subir, el autobús. Hay una abeja perdida, subida de la hoz,
escalando las montañas del aire, a libar quizá en el tiesto. La Catedral está
sumida en ese olor de siglos; la Catedral sabe, conoce la historia de los
hombres de Cuenca, desde que Alfonso VIII mandó poner la primera piedra, cuando
se oía aquí el rumor del Huécar, con las huertas desplegando olor a reconquista
o a versos de Fray Luis.
Plaza Mayor - Ayuntamiento al fondo |
Ha
subido el autobús. Se bajan los funcionarios y entran en el Ayuntamiento con
los ojos entornados; comienza el trabajo. Pronto empezará a recibir el Alcalde,
y el primer Municipal, colocado bajo los arcos, llevará a buen término la
circulación. Tomamos un café y un anís, hablamos de Cuenca, mientras un cura
camina camino de las Angustias, donde han madrugado las palomas y algún
enamorado que sube descalzo desde el puente sobre el Júcar. González Ruano
dijo: «Los pájaros pasan, posan, pesan y pisan»; los pájaros beben, viven, van,
vienen, ven la luz de Cuenca.
Y
de pronto —acaba de amanecer— es el mágico vivir: Goñi pinta ya, Zóbel se
sienta, Pedro Alegría sonríe, viene de la cueva del Fraile a comerse un tomate
con sal; Castillo abre su negocio. Sahuquillo cruza la piedra con la gran llave
del Museo (toma un té); Julián el del Mesón, asomando por la ventanilla de la
furgoneta, saluda. Torner dice hola; Cerrada fuma ya el segundo pitillo,
Florencio Cañas está mostrando a alguien las gárgolas de la catedral, Corral
medita, Saura se desayuna, Muro se mesa la barba y Estival pone la llave en la
cerradura de la peluquería.
Un
clamor de voces se mezcla con la luz, con los disparos del aire, rectos
disparos hacia Mangana, hacia los tejados de Zapaterías, camino del Júcar, por
encima del Seminario. Un cántico feliz en el convento, el hervor del puchero en
el fogón de la casa donde ha vivido Kiny Ruiz de Lara toda su vida. Olor a
picatostes, a huevos fritos, a romero y a morteruelo (lo están preparando ya en
«Los Arcos»). Fermín, el del «Mangana», nos invita a café y anís. El café y la
luz.
Todos
los poros de Cuenca nos dan la vida. Grau y yo nos levantamos, ahitos de
Cuenca, rezumantes.
—¿Bajamos?
—Bajamos hasta la Puerta de San
Juan.
Puerta de San Juan |
Amamos
lo que vivimos y vivimos aquí, en Cuenca. Mientras el sol, muy joven todavía,
fulge en las ventanas, reverbera ya en las fachadas, tibio, metiéndose entre la
yedra, la selva de las lagartijas. Se abre una ventana y una voz dice:
—Buen día vamos a tener.
—¡Ea! —contesta otra mujer.
—¿Sabes, María? Mi Felipe vino
anoche.
—Los míos vendrán mañana. Les he
hecho magdalenas.
—A ver si me das la receta.
—Cuando quieras, mujer.
Así. Vivir en Cuenca."
No hay comentarios:
Publicar un comentario