miércoles, 1 de octubre de 2014

Amanecer en la plaza. Literatura y Cuenca

¿Te apetece dar un paseo literario por Cuenca de la mano del escritor Raúl Torres y su obra "Vivir en Cuenca"?

En este post andaremos por la zona más alta de la ciudad y la Hoz del Jucar





            "Ciudad, ciudad de sombras; dentro de unos segundos, ciudad de luz. Arriba tiembla un pabilo en la cresta de la veleta de San Pedro, como una lanza defensora del paisaje. Voy, camino alante, viajero conquense. Vengo de los cerros de San Isidro, donde asistí a la fiesta del amanecer.
            Para el viajero exótico, Cuenca, la ciudad abalanzada al verde Júcar, es un festín único, fiesta de la luz y del espacio, olla de verde y sol, aderezada con el graznido de los grajos. Surgen humos por los tejados, quizá precisamente donde habita el pintor Víctor de la Vega. La playa suena abajo, a mis pies, mientras alguien pasea ya, de amanecida con su perro; el perro ladra al tresbolillo de las olas que nacieron cerca de La Mogorrita, donde nacen los ríos, los vientos, las lluvias... La playa, el viejo «tablón» de la juventud, de cuando éramos niños y nos jugábamos un tedio en los safaris de lagartijas y pezpítalos, asaetados de sol maduro de agosto. Había olor a melones maduros, el prematuro de los membrillos verdes. El Júcar suena, arrastra toda el agua de la Serranía con ecos de hachas, de resina, de canciones ahitos de toneladas de pinos pelados.

Bajo. El guardia civil se recorta contra los milenios de la cárcel y vuelven los olores atados al burro cargado de leña:
— ¡Arre, burro! —el serrano asienta la carga, mientras medita inmerso en la duermevela de la amanecida agosteña.
            Esas casas son vida, asomadas al cuello quebrado de las hoces (la luz del mundo se ampara en ellas), y los habitantes, los pájaros y los insectos, las mariposas, caminan hacia un único destino: la paz del Huécar; y el silencio de la yerba, y el mutismo de las Casas Colgadas que saludan con pétreos gritos el día puro, transparente, como si fuera el único aire del cosmos, habitando en los agujeros de la telaraña hecha caliza.
San Pedro abajo, guarida de maestros del color, está desierto. La mañana tiene ese ansia de vida, de seres que reposan todavía.
—Buenos días —la vieja, negro el vestido, hace la señal de la cruz. Suena la esquila del convento cercano. —Buenos, buena mujer.
Casco antiguo y Torre Mangana
            Grau Santos, el pintor de los cielos, de las tierras de Cuenca, está apoyado en el quicio de la tierra, aquí está el mismísimo centro del Planeta. Quizá piensa que vivir en Cuenca merece todos los sacrificios del mundo. Y bajamos camino de la Plaza Mayor a tomar un café en el Mangana.
            La Plaza está desierta. No es hora aún; la vida viene después, los coches empezarán a subir, el autobús. Hay una abeja perdida, subida de la hoz, escalando las montañas del aire, a libar quizá en el tiesto. La Catedral está sumida en ese olor de siglos; la Catedral sabe, conoce la historia de los hombres de Cuenca, desde que Alfonso VIII mandó poner la primera piedra, cuando se oía aquí el rumor del Huécar, con las huertas desplegando olor a reconquista o a versos de Fray Luis.

Plaza Mayor - Ayuntamiento al fondo
            Ha subido el autobús. Se bajan los funcionarios y entran en el Ayuntamiento con los ojos entornados; comienza el trabajo. Pronto empezará a recibir el Alcalde, y el primer Municipal, colocado bajo los arcos, llevará a buen término la circulación. Tomamos un café y un anís, hablamos de Cuenca, mientras un cura camina camino de las Angustias, donde han madrugado las palomas y algún enamorado que sube descalzo desde el puente sobre el Júcar. González Ruano dijo: «Los pájaros pasan, posan, pesan y pisan»; los pájaros beben, viven, van, vienen, ven la luz de Cuenca.
            Y de pronto —acaba de amanecer— es el mágico vivir: Goñi pinta ya, Zóbel se sienta, Pedro Alegría sonríe, viene de la cueva del Fraile a comerse un tomate con sal; Castillo abre su negocio. Sahuquillo cruza la piedra con la gran llave del Museo (toma un té); Julián el del Mesón, asomando por la ventanilla de la furgoneta, saluda. Torner dice hola; Cerrada fuma ya el segundo pitillo, Florencio Cañas está mostrando a alguien las gárgolas de la catedral, Corral medita, Saura se desayuna, Muro se mesa la barba y Estival pone la llave en la cerradura de la peluquería.
            Un clamor de voces se mezcla con la luz, con los disparos del aire, rectos disparos hacia Mangana, hacia los tejados de Zapaterías, camino del Júcar, por encima del Seminario. Un cántico feliz en el convento, el hervor del puchero en el fogón de la casa donde ha vivido Kiny Ruiz de Lara toda su vida. Olor a picatostes, a huevos fritos, a romero y a morteruelo (lo están preparando ya en «Los Arcos»). Fermín, el del «Mangana», nos invita a café y anís. El café y la luz.
            Todos los poros de Cuenca nos dan la vida. Grau y yo nos levantamos, ahitos de Cuenca, rezumantes.
—¿Bajamos?
—Bajamos hasta la Puerta de San Juan.
Puerta de San Juan

            Amamos lo que vivimos y vivimos aquí, en Cuenca. Mientras el sol, muy joven todavía, fulge en las ventanas, reverbera ya en las fachadas, tibio, metiéndose entre la yedra, la selva de las lagartijas. Se abre una ventana y una voz dice:
—Buen día vamos a tener.
—¡Ea! —contesta otra mujer.
—¿Sabes, María? Mi Felipe vino anoche.
—Los míos vendrán mañana. Les he hecho magdalenas.
—A ver si me das la receta.
—Cuando quieras, mujer.


Así. Vivir en Cuenca." 

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