Como cada semana comenzamos nuestro taller de lectura con un poco de poesía:
Hoy con Claudio Rodríguez y su "A las puertas de la ciudad", con música de Pedro Guerra
ACERCAMIENTO AL POETA
Nació en Zamora en 1934 y realizó los estudios primarios y de bachillerato en esa ciudad. Vivió una vocación poética temprana y sólida. En 1947 falleció su padre y tuvo que encargarse parcialmente de los negocios familiares. En 1951 se trasladó a Madrid para cursar la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Central. En la capital gustó de frecuentar mercados, bares, tabernas y lugares populares más que cenáculos literarios o reuniones intelectuales. En 1953, año en que conoció a Clara Miranda, su futura esposa, apareció su primer libro poético, Don de la ebriedad, galardonado con el Premio Adonais. A partir de ese momento, inició amistad con otros poetas de su generación, como Ángel González, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y José Ángel Valente, todos ellos integrantes de un grupo que, años después, iba a ser conocido como "Generación del 50".
La obra de Claudio Rodríguez supuso para la poesía española una segregación completa de la poesía social realizada a mediados del siglo XX, inaugurando una poética cuya potencia radicaba en un perpetuo impulso intuitivo de emociones en el que paisaje, sentimientos, conceptos y sensaciones se fundían como un todo simbólico, aunque no desligado de “lo real”, llamado posteriormente por Carlos Bousoño “realismo metafórico”. Su intensidad se apoya en los endecasílabos asonantados para encontrar una mayor intimidad con la palabra. La honda vivencia del paisaje de su tierra y su transfiguración por el “don” de la poesía y el entusiasmo de la “ebriedad” del joven que sale en busca del mundo emparentan su escritura con la mística de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y fray Luis de León, pero también, en un ámbito más cercano, con el dolor unamuniano.
(De Biografías y vidas)
EL POEMA: "A LAS PUERTAS DE LA CIUDAD"
Voy a esperar un poco
a que se ponga el sol, aunque estos pasos
se me vayan allí, hacia el baile mío,
hacia la vida mía. Tantos años
hice buena pareja con vosotros,
amigos. Y os dejé, y me fui a mi barrio
de juventud creyendo
que allí estaría mi verbena en vano.
¡Si creí que podíais seguir siempre
con la seca impiedad, con el engaño
de la ciudad a cuestas! ¡Si creía
que ella, la bien cercada, mal cercado
os tuvo siempre el corazón, y era
todo sencillo, todo tan a mano
como el alzar la olla, oler el guiso
y ver que está en su punto! ¡Si era claro:
tanta alegría por tan poco costo
era verdad, era verdad! Ah, cuándo
me daré cuenta de que todo es simple.
¿Qué estaba yo mirando
que no lo vi? ¿Qué hacía tan tranquila
mi juventud bajo el inmenso arado
del cielo si en cualquier parte, en la calle,
se nos hincaba, hacia el trabajo
removiéndonos hondo a pesar nuestro?
Años y años confiando
en nuestros pobres laboreos, como
si fuera nuestra la cosecha, y cuánto,
cuánto granar nos iba
cerniendo la azul criba del espacio,
nada era nuestro ya: todo nuestro amo.
Como el Duero en abril entra la casa
del hombre y allí suena, allí va dando
su eterna empresa y su labor, y, entonces,
¿qué se podría hacer: ponerse a salvo
con el río a la puerta,
vivir como si no entrara hasta el cuarto,
hasta el más simple adobe el puro riego
de la tierra y del mundo?; y bien, al cabo
así nosotros, ¿qué otra cosa haríamos
sino tender nuestra humildad al raso,
secar al sol nuestra alegría, nuestra
sola camisa limpia para siempre?
Basta de hablar en vano
que hoy debo hacer lo que debí haber hecho.
Perdón si antes no os quise dar la mano
pero yo qué sabía. Vuelvo alegre
y esta calma de puesta da a mis pasos
el buen compás, la buena
marcha hacia la ciudad de mis pecados.
¡De par en par las puertas! Voy. Y entro
tan seguro, tan llano
como el que barbechó en enero y sabe
que la tierra no falla, y un buen día
se va tranquilo a recoger su grano.
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